Decía John Senior que uno de los mayores obstáculos que enfrentan los educadores actuales es la pasión por la “velocidad”: con esto se refiere a la ansiedad de ciertos estudiantes por avanzar rápidamente hacia conocimientos más o menos elevados, más o menos profundos y desconocidos por ellos.
¿Está mal adquirir conocimientos “especializados”? Por supuesto que no. Lo que no es razonable en el proceso educativo es saltarse lo obvio: lo que está primero, los fundamentos sobre los cuales se va a edificar todo lo que viene después. Ese es el problema con la “velocidad”. Y es un problema que afecta al propio sistema educativo, cuando algunos pedagogos se afanan por elaborar programas educativos cada vez más “avanzados”, cuya ineficacia radica en no responder correctamente la pregunta obvia ¿qué es el hombre?
Si nos saltamos lo obvio –los fundamentos–, no tendremos en cuenta que somos entes, y que además, somos un tipo de ente muy particular: personas, seres creados por Dios, con una dignidad de la que carecen los restantes seres de la Creación. Si no advertimos ese “pequeño detalle”, no podremos entender jamás por qué hay que tratar a los demás con respeto y amabilidad; qué políticas son las más adecuadas para vivir en sociedad; qué es lo que hay que enseñar primero y con mayor profundidad a niños, adolescentes y jóvenes… y un largo etcétera.
Senior dice que mientras algunos estudiantes se afanan por conocer cada detalle del último planeta descubierto, con frecuencia desconocen algo tan obvio como las fases de la luna: al salir de noche y mirarla, no saben si está en cuarto creciente o en cuarto menguante. Y si ven la luna llena, algunos podrían confundirla con un plato volador…
Cita, además, el ejemplo de “La carta robada”, el cuento de Edgar Allan Poe. Allí, la famosa carta se oculta de quienes la buscan dejándola expuesta, como al descuido, en el lugar más visible y obvio de todos: porque ahí es seguro que nadie la va a ver.
¿Cuáles son esas cosas obvias que muchas veces no vemos, y porque no las vemos no las valoramos, y porque no valoramos no procuramos transmitirlas a las nuevas generaciones?
Lo primero, es que todos queremos ser felices. Eternamente felices. Por tanto, es obvio que asociada a la búsqueda de la felicidad hay en el hombre una aspiración a la eternidad.
Lo segundo, es que tenemos una naturaleza humana que no cambia ni con el tiempo, ni con las culturas. Y si bien un historiador de la talla de Fustel de Coulanges dice en la introducción de La Ciudad Antigua que nuestra inteligencia es la parte de nuestro ser que se modifica de siglo en siglo, que siempre está en movimiento, casi siempre en progreso, y que ello es causa de los cambios en nuestras instituciones y leyes, lo cierto es que el espartano del siglo VII antes de Cristo y el yuppie del siglo XXI, tienen muchas cosas en común. Por ejemplo, el deseo de ganar.
El espartano quería ganar la guerra y el yuppie quiere ganar dinero. Ser derrotado en batalla para el espartano y ser incapaz de ganar un millón de dólares antes de los 30 años para el yuppie son grandes humillaciones. Si fracasan, serán considerados “perdedores” en sus respectivas culturas. Y aunque es probable que los espartanos tuvieran algo más de fortaleza interior que los yuppies, hay poemas que cantan lo terrible que eran las derrotas para los sobrevivientes: “Le aborrecen do quier –dice Tirteo–, y clama en vano; de la indigencia al peso ya caído, nadie le prestará piadosa mano. Que afrentó su linaje y ha perdido, hasta las nobles formas del semblante, y su infamia y su mal ha merecido. ¡Oh, destino cruel del hombre errante! Para el desdichado no habrá ningún consuelo, ni respeto, ni gloria en adelante”.
Si nos saltamos lo obvio y nos distraemos –por ejemplo– con la gran fake new del “cambio climático de origen antropogénico” podemos obviar ver a Dios en la naturaleza, en la Creación. Corremos el riesgo de dejar de contemplar lo evidente –el magnífico e increíble orden del Universo, que se manifiesta desde la constitución física de una hormiga, hasta en la belleza de una puesta de sol– y de olvidar la causa primera por la que debemos usar -sin abusar- de los bienes de la tierra: no son nuestros, son regalo de Dios para nosotros y para las generaciones futuras.
De lo que se trata, en definitiva, es de no andar colando mosquitos y tragándose camellos: ya lo dijo Nuestro Señor hace unos 2000 años…
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