Los países hispanoamericanos conmemoramos en la actualidad los 200 años del proceso emancipador que culminó en las independencias nacionales. En Uruguay los festejos arrancaron en 2011 para celebrar el bicentenario del inicio de la revolución en la Banda Oriental con sus grandes acontecimientos: Grito de Asencio, batalla de Las Piedras, la marcha al Ayuí (La Redota, llamada luego “El Éxodo”).
En realidad, el proceso se había iniciado en 1808 con la invasión napoleónica a la España peninsular y la inmediata respuesta juntista (y popular) en todo el Imperio, desde la península europea hasta el Reino de Indias. Montevideo fue de los primeros en el movimiento juntista hispanoamericano con su célebre cabildo abierto del 21 de setiembre de 1808 donde se afirmó frente al virrey la cuestionada autoridad del gobernador Elío, episodios que se extendían por todo el continente. Lo que comenzó siendo una manifestación de lealtad a la corona española y al monarca cautivo, Fernando VII, derivó al poco tiempo en un movimiento de independencia absoluta. Recién en diciembre de 1824, con la victoria de los patriotas en Ayacucho (Perú) quedará concluido el proceso en Sudamérica, luego de las grandes campañas continentales de San Martín por el sur y Bolívar por el norte. Recordemos que México y América central se habían independizado en 1821 luego del pronunciamiento de Agustín de Iturbide.
El caso uruguayo debió transitar por senderos más sinuosos e imprevistos ya que si bien la región platense (virreinato del Río de la Plata) había quedado libre del dominio español en 1814, el conflicto prosiguió por la forma de gobierno que habrían de adoptar las llamadas Provincias Unidas del Río de la Plata. La disputa quedaba establecida entre la república federal sostenida por la provincia oriental, bajo la conducción política de José Artigas, y el proyecto monárquico – centralista defendido por el gobierno de Buenos Aires.
A esta situación de conflicto interno se sumaba, y a la vez era la fortaleza de su postura rebelde, la importante ubicación geográfica y estratégica del futuro Uruguay, frontera conflictiva en la vieja disputa hispánica –lusitana, situado en la desembocadura de los grandes ríos, cuyas cuencas comprendían importantes zonas del continente, y con puertos naturales que comunicaban al espacio atlántico. Cabe aquí la expresión: “la geografía como madre de la historia”. En esa lucha se comenzó a forjar la identidad del pueblo oriental que no aceptaba otra relación que la de igualdad con las provincias hermanas. El proyecto de federación planteado desde 1811 se expandió entre los pueblos platenses y conformó en 1815 la Liga Federal que nombró a José Artigas como su Protector.
La invasión portuguesa de 1816, episodio no ajeno al proyecto unitario de Buenos Aires, hará fracasar el proyecto artiguista y arrojará a los orientales a una tenaz resistencia que luego de cuatro años cederá ante la enorme superioridad del enemigo. El viejo anhelo lusitano de extender el límite sur del Imperio al Río de la Plata se había cumplido. Para 1820 ya no éramos ni parte de España, ni parte de las Provincias Unidas. Pertenecíamos al Imperio portugués, luego brasileño, bajo la denominación de Provincia Cisplatina.
Pero la historia para nuestro pueblo estaba lejos de detenerse y en esa década cambió su curso en más de un sentido; los orientales nuevamente van a la lucha para conquistar su destino de soberanía plena. Medio siglo más tarde la genial inspiración del “poeta de la patria”: Juan Zorrilla de San Martín, en su Leyenda Patria lo tradujo así: “Oh! no, no puede ser. Pueblo despierta; Arranca el porvenir de tu pasado…”.
A partir de 1825 con la cruzada libertadora de Juan Antonio Lavalleja y sus “33”, las grandes victorias de Rincón, Sarandí, Juncal, Ituzaingó y, por último, la patriada misionera de Fructuoso Rivera en 1828, harán que este pueblo diera por concluida la etapa histórica iniciada veinte años antes. Toda una gesta de lucha por la libertad y la soberanía particular de los pueblos manifestada en asambleas, congresos y cabildos, tendría como corolario el nacimiento del Estado uruguayo. Una trayectoria cambiante, plagada de obstáculos y vicisitudes, un torbellino que nos arrojaba hacia distintos escenarios pero que finalmente cristalizó en el Uruguay independiente.
Este nacimiento descripto tan sucintamente generó distintas interpretaciones a lo largo del tiempo. “Toda historia es historia contemporánea” dirá Benedetto Croce. Hace un siglo se instaló un interesante debate sobre la fecha en que el Estado uruguayo debía conmemorar el centenario de su independencia.
Surgían con fuerza el 25 de agosto (1825) y el 18 de julio (1830). El informe del historiador Pablo Blanco Acevedo -que fundamentaba el 25 de agosto- fue el disparador de una polémica que iba más allá de la fecha y ponía la cuestión nacional del origen en primer plano. La prensa de la época, vocero de las corrientes político partidarias, se hizo eco del encendido debate.
El parlamento nacional, todavía instalado en el viejo cabildo de la plaza Matriz, discutió con pasión sobre el tema y pretendió ser un tribunal de alzada que dirimiera la polémica. No hubo consenso. Se cruzaron argumentos jurídicos, históricos, interpretaciones voluntaristas y, como no podía ser de otra forma, adhesiones político- partidarias con las grandes figuras protagonistas de los sucesos, fundadoras de las colectividades históricas. Ambas fechas recibieron su merecido homenaje: El 25 de agosto de 1925 se inauguraba el Palacio Legislativo, símbolo de la república y su democracia. El 18 de Julio de 1930, en medio de grandes festejos oficiales y en el marco del primer mundial de fútbol organizado por la FIFA, se inauguraba el Estadio Centenario con el partido Uruguay-Perú, victoria uruguaya 1 a 0, apenas doce días antes de coronarse campeón mundial.
Uruguay vivía una época de entusiasmo, de optimismo, de orgullo nacional. La constitución de 1918 había consagrado definitivamente la república democrática, la ciudadanía participaba activamente en la cosa pública, la sociedad uruguaya propiciaba la integración de los diversos grupos sociales y arraigaba al ser nacional las corrientes migratorias que acudían al país, la educación pública, las artes, las letras, el urbanismo, la cultura en general, avanzaban con gran desarrollo; todo confluía en la afirmación de un gran país. Allí no había espacio para cuestionar nuestro origen.
Treinta años después las circunstancias cambiaron y la viabilidad del Uruguay entró en cuestión. Muchos de los nuevos historiadores miraron los sucesos de 1825–1828 con otra óptica, con suspicacia, con sospecha; el latinoamericanismo anti-imperialista propio del tercermundismo de entonces ponía su nueva mirada. Surgió la herejía de la “Ponsonbylandia”, el estado tapón creado por los ingleses y sus aliados locales (cipayos) para fracturar la unidad de la Patria Grande y dominar mejor la región; había que volver a desentrañar los hechos de la historia oficial para encausar nuevos rumbos. Esa historiografía revisionista se manifestaba con gran pasión e irreverencia porque traía, entre otros aportes, aires de redención.
Esa etapa también pasó, pero nos dejó un valioso conjunto de interpretaciones que se van acumulando a las anteriores y todas ellas, a lo largo del tiempo, nos van hablando mucho más del momento histórico del escritor que de la Historia misma.
Hoy estamos inmersos en un mundo diferente con una globalización avasallante y homogeneizante que amenaza la otrora solidez de los estados nacionales y devalúa la importancia de la Historia como fundamento narrativo de los mismos. Los procesos de integración regional y la incidencia cada vez mayor de las grandes potencias van socavando la relevancia de los estados medianos y pequeños pretendidamente soberanos y dueños de su destino. Abrimos una interrogante sobre qué tipo de discusión nos ofrecerá esta última década del bicentenario uruguayo. Parece obvio que las ponencias historiográficas sobre el origen del Estado uruguayo ya no tendrán el carácter patriótico y fundacional del último tercio del siglo XIX, ni el apasionado tono del primer centenario, ni la pretensión demoledora de hace cincuenta años. Será una nueva visión y permitirá evaluar sobre qué columnas de pensamiento se asienta el Uruguay de hoy, viejo tema de la identidad nacional.