Una escena cotidiana que ha venido a convertirse en un signo de la época, es la de los jóvenes mirando fijamente la pantalla del celular, absortos, desconectados del mundo real durante horas. A esto se añade su sistema de vida. La Asociación de Psiquiatría de Estados Unidos y la Organización Mundial de la Salud ya clasificaron como adicción a la dependencia patológica de los videojuegos.
Debe tomarse como una señal que alerta sobre la gravedad del caso si el celular se convierte en el único interés. Si empiezan a producirse conflictos en otra área: si bajan las calificaciones en la escuela, si se desconectan de sus amigos, si todo gira en torno del celular o si se convierte en el único interés.
Igual que en las otras adicciones como el alcohol o el juego, en este comportamiento compulsivo llamado tecnoadicciones, lo que era suficiente antes ya no basta y cada vez se aumenta más la frecuencia para logar la satisfacción que se obtenía al principio. Y así se hace necesario estar cada vez más conectado, y si no es posible emerge el síndrome de abstinencia: al no poder continuar con lo deseado, se hacen irrefrenables el malestar, la irritabilidad y la agresividad. En chicos que ya venían con dificultades para relacionarse socialmente, la irrupción del coronavirus lógicamente acrecentó la problemática y la torna de espinosa solución.
Homo videns
Hacia fines del siglo pasado, Giovanni Sartori, un destacado pensador sociopolítico europeo, comenzó a señalar la importancia de un proceso que ha ido transformando el modelo de la vida humana. El homo sapiens, producto de la cultura escrita, ha sido suplantado por el homo videns y la palabra ha sido destronada por la imagen.
Ese autor nos recuerda que lo que hace único al hombre respecto de las otras especies es su capacidad de usar símbolos, que se despliega en el lenguaje (comunicación de palabras en cuanto a sonidos con significación). Y es a partir del lenguaje escrito que se desarrolla una civilización. Milenios después logramos la imprenta. Y ya en nuestro tiempo se produjeron avances tecnológicos portadores de comunicación lingüística: libros, periódicos, teléfono, radio…
La ruptura se produce con la TV, en la que hay sonido, se habla, pero el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar. Y la imagen predomina sobre el pensamiento simbólico. Pero el ojo es incapaz de ver las entidades que el pensamiento conceptual representa y que para aquél son invisibles e inexistentes. Una ciudad se ve pero una nación es un concepto comprensible con la mente, no con la vista.
La TV produce imágenes y anula nuestra capacidad de abstracción y de entender significados. Pero es necesario “entender lo que vemos”,conceptos que encuadren la imagen y le den significado. Ésta requiere ser explicada, pero la explicación que da la TV es insuficiente.
La TV es la primera escuela del niño y su enorme poder político provoca la conversión del video: niño formado en la imagen en un adulto sordo de por vida a la lectura y al saber trasmitido por la cultura escrita. ¿Cambiará mágicamente de un momento a otro sin que el pasado haya dejado huellas? El homo videns es un nuevo tipo de ser humano que a los 30 años es un adulto empobrecido, marcado por una atrofia intelectual. Hoy no se lee o se lee mucho menos porque la lectura requiere paciencia y reflexión.
Al mismo tiempo, la TV descontextualiza. Ve los primeros planos pero fuera de contexto. El entrevistador que interroga en la calle muestra una imagen, pero no es “la voz el pueblo”. Es un fragmento casual, momentáneo y particular. Nos vamos convirtiendo en hombres visuales antes que parlantes. Y en muchos órdenes se denota una primacía de lo visible sobre lo inteligible. Por momentos, hasta da la impresión de que se vive como si “lo que no se ve no existiera”.
El pensamiento y el sentimiento nos aproximan al orden superior del ser humano. La imagen pura y el ojo simple más bien nos vinculan, atados a un presente fijo, con la percepción inmediata y sin rumbo propia del antropoide.
Virtualidad y realidad
La pandemia incrementó un proceso que venía gestándose como el rasgo distintivo de un nuevo modo de vida. El mundo en gran parte se ha convertido en virtual. Es más bien un espectáculo para ver que se va alejando de la realidad viva. Las personas navegan libremente ante una pantalla insensible, plana y fría, como espectadores antes que como actores. Y esta cultura nos inunda con un torbellino de estímulos y de imágenes fugaces dentro de un mundo sonoro visual. Todo debe ser breve y rápido. Cada aviso televisivo no dura más que unos segundos. En seguida hacemos zapping. Y en nuestra mente cada vez tienen menos lugar el concepto y la palabra. “No pensar, ni equivocado”, dijo la letra porteña. Los dispositivos digitales ofrecen grandes bancos de datos, pero nos desacostumbran del ejercicio de conectar e interpretar la información. Y, en cuanto a la adquisición de conocimientos, podemos hacer un correlato con lo que ha bajado el nivel educativo.
Las redes generan una multiplicidad de conexiones, pero constituyen un entrecruzamiento de individuos unidos circunstancialmente por una comunicación de contenido efímero y sin profundidad. Son sólo momentos y allí somos algo así como partículas llevadas por el congestionado torbellino digital. Allí faltan el lenguaje corporal, los gestos físicos, las expresiones faciales, el contacto físico, el temblor de las manos, el calor de la piel, el perfume y hasta el silencio, que son parte esencial de la existencia humana.
Se ha facilitado la hiperconectividad en todas las edades, pero debemos estar atentos a las consecuencias, en especial en la pospandemia, que suelen ser más perjudiciales que beneficiosas para nuestra psiquis.
Las relaciones digitales no llevan de por sí al cultivo de la amistad, de las reciprocidades, de un vínculo estable, del consenso y la “sintonía” afectiva. Es solo vínculo superficial y sociabilidad aparente. Y pese a la abundante cantidad de conexiones nos podemos encontrar viviendo una vida de encierro y soledad, porque no es la cantidad de interacciones sino la calidad de los vínculos lo que asegura la autenticidad de la interacción humana.
Cierta inquietud ansiosa compensatoria de carencias internas puede llevarnos a un uso desmedido de las redes y a una vinculación constante y febril. Se les suele dedicar demasiado tiempo, acaso con descuido de otras actividades, y a veces hasta una atención exclusiva. Y cierta voracidad imaginativa puede conducirnos al FOMO (fear of missing out), es decir, el síndrome de temor a dejar pasar algo que sucede en el mundo de las redes.
El deseo de pertenecer es una normal y saludable necesidad humana, pero si una baja autoestima lleva afanosamente a sentir necesaria la aprobación y reconocimiento de los otros, las personas terminan perdiéndose en un mundo de fantasía para huir de la vida cotidiana y se atormentan por la repercusión de las propias publicaciones en las redes. ¡Se desesperan si las fotos que suben a Instagram no consiguen suficientes likes!… Buscando la mayor aceptación posible, compensación de las propias inseguridades, cada uno muestra una imagen perfecta pero irreal: como nos gustaría que nos vean. Y como el otro propone un ideal también irreal y tratamos de parecernos a él, desembocamos en frustración e inseguridad. Uno ve muchos influencers en la red y piensa que llevan una vida idílica que no tienen. O deseamos éxitos espectaculares de otros, que han sido fruto de casualidades irrepetibles.
Los grupos que se forman en las redes no siempre constituyen un nosotros sano y productivo. “La conexión digital no une a la humanidad”. A veces resultan verdaderas asociaciones del odio y la destrucción. En las redes abundan las actitudes cerradas e intolerantes, el insulto, la descalificación y el menosprecio de los débiles. Cualquier injuria se permite y “el respeto por el otro se hace pedazos”. La situación, amparándose en el anonimato, suele convertirse en un “todos contra todos” y hasta puede presentarse una agresividad que no se daría en el contacto real. El “sentarse a escuchar al otro”, característico del encuentro humano, no existe.
Las redes sociales no solo permiten la ilusión de la omnipresencia e hiperconectividad, sino que también exponen al peligro de confundir virtualidad con realidad, lo imaginario con lo objetivo y concreto. Un viejo cuento lo ejemplifica. Un padre va de viaje con su hijo de 5 años manejando bajo un calor agobiante. Pinchan un neumático y hay que cambiarlo. El vehículo es muy pesado y el nuevo criquet lo olvidaron en casa y el que tienen es precario. Se acercan nubarrones por el oeste. Y el chico dice: “Papá ¿por qué no cambiamos de canal?”.
La virtualidad mata el gusto por la realidad. Y el mundo digital nos aleja de la sabiduría milenaria que nos formó.
(1) Giovanni Sartori: Homo Videns – La sociedad teledirigida (Taurus 1998)
(*) Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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