Evocar la lana como el emblema del país feliz que sí fuimos, suena como a sarcástica ironía, en este momento que se han venido desplomando los indicadores del mercado lanero australiano que son los que rigen nuestros precios locales.
Pero más que un nostalgioso revival de épocas pasadas, queremos rescatar la importancia de un rubro ganadero cuyo esmerado manejo humano no dejó de acrecentar en 100 años (1860-1960). Un impulso privado secundado por acertadas políticas de estado.
Sin exagerar, podemos afirmar que ese Uruguay que fue asociado como Suiza en América -o aquella almibarada canción que nos señalaba como “Tacita del Plata”- tuvo mucho que ver con la producción de lana y con aquel voluminoso rodeo ovino que llegó a superar los 30 millones de cabezas. Más de la mitad de las divisas que generaban las exportaciones provenían de textil natural.
Dejemos a un lado el fluctuar de las cotizaciones – tan sensibles a las adversidades- cuya caída libre, entre otras cosas, es consecuencia de la pandemia que asola al mundo.
Pensemos que nuevamente Nueva Zelanda nos envía un nuevo ejemplo enaltecedor: ¡piden al gobierno que se use lana en la construcción y los programas de vivienda…!
En aquel Uruguay de la exportación de lanas y tejidos provenía una porción sustancial de las divisas que hacían sustentable el estado de bienestar, que habían armonizado estadistas de la talla de Batlle y Ordóñez, Manini Ríos, Arena, entre otros pro-hombres de la modernidad de nuestra joven nación.
La producción de la lana, en la medida que aumentaba la demanda de mano de obra, ofrecía una valiosa oportunidad a la gente de campo de permanecer en sus pagos, es decir en sus tierras de origen. Allí formaban familia donde fortalecían los lazos comunitarios.
En estas latitudes -antes y después de la independencia- la rústica actividad ganadera favorecía la comunidad de hombres libres.
Su actividad no admitió ni conoció la esclavitud de origen africana como Brasil o Estados Unidos. Ni la infame situación de los “siervos de la gleba” como existía en Rusia hasta el advenimiento del Zar Libertador Alejandro II.
Pero fue la difusión del rodeo ovino en nuestro medio, que sirvió para acercar al hombre de campo a la posesión de la tierra, que es el más justo de los reclamos de un abocado al trabajo rural.
Cualquier paisano trabajador y avispado, que cultivara una imagen que lo hiciera creíble, tenía acceso al arrendamiento de algún campo que siempre se ofrecía y era ese, el primer escalón para acceder a la propiedad. “Con la lana pagamos la renta, con carne de oveja alimentamos a la familia y con las vacas vamos iniciando el capital…” comentaban aquellos hombres de bombacha y botas en esa reunión social que se formaba entorno al local-feria.
También esta noble actividad, permitió la formación de importantes industrias, como la pionera Campomar y Soulas, que generó empleo ciudadano, y capacitación en este caso, a los pobladores de Juan Lacaze por décadas.
Con la lana hubo mayor ocupación en el medio rural y también en el arrabal ciudadano.
El quebranto del comercio internacional a partir de la crisis de 1929 obligó a los gobernantes de la época a buscar soluciones propias y nacionales, lo mismo que hacían Europa y Estados Unidos. Sustentada en protecciones cambiarias, la industria textil se expandió de forma acelerada durante el periodo de industrialización y sustitución de importaciones.
La industria textil alcanzó su apogeo entre finales de la Segunda Guerra Mundial y comienzos de la década de los 50, período en el cual se llegaron a instalar hilanderías de algodón y de fibras sintéticas, mientras que las exportaciones en el rubro lanero adquirían una importante dimensión.
Los instrumentos a los que se recurrió frente a las crisis sucesivas se vinculan con la intensificación de la protección del producto nacional frente al importado, la inversión en maquinaria para mejorar la competitividad (que terminó agravando el desajuste entre la capacidad instalada y la dimensión del mercado), y el incremento de los incentivos a las exportaciones (que enfrentará a la industria con poderosos intereses en los países centrales).
Esta estrategia exportadora del sector lanero -que constituía la única salida para una industria instalada a gran escala en un país cuyo mercado doméstico era muy pequeño-, se enfrentó a las barreras proteccionistas establecidas en Europa y Estados Unidos. El espíritu de Bretton Woods que pretendía cimentar un nuevo orden económico mundial, lentamente fue sustituido por prácticas desleales de comercio que permitió que el anterior proteccionismo fuera sustituido por mecanismos más sutiles.
Con el tiempo, y con el influjo de las ideas neoliberales de la década del 70 en adelante, la industria lanera fue desapareciendo, lo mismo que ocurrió con muchas otras industrias. Este fue el primer embate, que terminó en la crisis del ´82.
Pero cuando la industria comenzaba a recuperarse a partir de las medidas de reactivación implementadas entre 1985 y 1986, la caída del muro de Berlín dio nuevo impulso a las políticas de desindustrialización. El llamado Consenso de Washington –concebido por el economista británico John Williamson- prescribía 10 principios para el desarrollo de un país, entre ellos la disciplina fiscal, las privatizaciones, la promoción de tasas de interés reales positivas y la liberalización del comercio.
El plan Brady de principios de la década de los ’90 encontró en Argentina y Uruguay dos candidatos para experimentar con estas políticas, cuyos resultados fueron ampliamente conocidos en términos de pérdida de empleo y desindustrialización. Todo esto ocurría en el Cono Sur mientras Alemania reconstruía Alemania Oriental con políticas industriales y subsidios desde su poderosa Treuhandstalt, y la Unión Europea establecía el Banco Europeo de Reconstrucción y Fomento para apoyar la formación de un sector privado.
Resulta paradójico que Europa hubiera tenido que invertir miles de millones para subsidiar un sector privado emergente, mientras en el Río de la Plata aplicábamos políticas que contribuían a desmantelar el esfuerzo y la inversión acumulada por más de medio siglo de desarrollo. El sudeste asiático no cayó en la trampa.
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