En todas las actividades humanas podemos hablar de historia, historia de la metalúrgica, de la construcción, de la medicina, etc., como también podemos hablar de historia de la “lectura”. La lectura se ha vuelto algo tan inmediato en nuestras sociedades alfabetizadas, que muchas veces no somos conscientes de realizar la actividad, ya que leemos todo el tiempo, desde los letreros de las tiendas, a las marcas y los productos de supermercado, hasta los nombres de las calles grabados sobre una plaqueta. Silenciosamente leemos diariamente los signos escritos a nuestro alrededor, y de ese modo la ciudad, el espacio, los objetos, las cosas tienen un orden, un sentido.
Nuestra sociedad contemporánea está fundada sobre la escritura, sobre las letras, y con esto me refiero concretamente a las Leyes, y además, a toda la literatura que compone nuestra cultura, nuestro imaginario, y nuestra espiritualidad.
La evolución de la lectura
La lectura y la escritura, como otras actividades humanas, han cambiado con el tiempo, y no podemos pensar ni por un momento que leemos hoy igual a como se leía hace más de 2000 años. La evolución de la lectura está íntimamente ligada a las técnicas de escritura empleadas. Con esto quiero decir que el proceso cognitivo por el cual desciframos un texto en una página varía dependiendo del modo en el que fue escrito.
Leer un libro impreso no es lo mismo que leer un códice medieval en letra manuscrita con innumerables abreviaturas (el uso de abreviaturas en los manuscritos medievales era muy común aún para textos de carácter religioso), como tampoco lo es leer un texto en griego antiguo escrito en “escritura continua”, como muestra la imagen más arriba. De hecho, por las circunstancias en que se generó la escritura, la lectura fue en sus orígenes en voz alta, sea grupos o en soledad, y no existía generalmente tal cosa como la lectura en silencio.
Según Paul Saenger en una obra suya: “Space Between Words, The Origins of Silent Reading” [“Espacio entre las palabras: el origen de la lectura silenciosa”], estudia los factores que han incidido en la transformación de la lectura. Dentro de la cultura occidental era común la lectura en voz alta, griegos y latinos pronunciaban sus textos al momento de comprenderlos. Saenger afirma que razón de esto fue que la escritura griega y latina era “continua”, y con esto de “continua” quiere decir que no había espacio entre las palabras, ni signos de puntuación, por lo que el lector debía llevar los signos a la voz para poder dirimir en la oralidad cuando terminaba una palabra o una frase y cuando comenzaba otra.
La escritura continua y la introducción de las vocales
Los antiguos griegos fueron los primeros en realizar la “escritura continua” y escribir vocales, tomaron los caracteres de la escritura fenicia y adoptaron signos para las vocales. Es importante tener en cuenta que en Mesopotamia, Fenicia e Israel las vocales no se escribían, sin embargo, separaban las palabras entre sí. Los griegos por su parte introdujeron las vocales al sistema de escritura, lo que permitía identificar las sílabas fácilmente, y produjeron un tipo de escritura sin espacio entre las palabras que hacía suponer el orden mismo del discurso derramado desde el cántaro de la oralidad del lenguaje.
En un principio la escritura griega, a imitación de la escritura semítica, se escribía de derecha a izquierda (sinistrorsum), luego pasó a una lectura que hacía analogía al recorrido del arado tirado por los bueyes (boustrofedon), primero de izquierda a derecha, y luego de derecha a izquierda, y viceversa; para pasar por último a la escritura dextrorsum que quedó instalada de izquierda a derecha.
Así cuando el lector de la antigüedad grecolatina se enfrentaba a un texto escrito en “escritura continua”, debía realizar un mayor número de operaciones mentales para descifrar los fonemas que en los textos impresos actuales, ya que en muchos casos la ambigüedad solía hacerse presente y había que hacer una “Praelectio”, una lectura preparatoria para abrirse un sendero en el espeso bosque de los signos. Luego venía la “Lectio”, que no venía a ser otra cosa que el hábito de reconocer las palabras escritas en el tejido de signos, para pasar a la “Narratio”, que era estrictamente la comprensión del texto.
Esta forma de leer estaba tan arraigada que cuando San Agustín (s. IV) vio a San Ambrosio leer en silencio, conjeturó que éste quería descansar su voz, o evitar ser oído por los presentes y de este modo eludir cualquier tipo de pregunta sobre su lectura, pero de ninguna manera se le ocurrió que la lectura silenciosa iba a ser otra forma de leer, y que con el paso de los siglos sería la más común de ellas.
San Agustín: “El corazón profundizaba el sentido”
San Agustín en sus Confesiones expresaba: “Cuando él leía [Ambrosio, obispo de Milán], recorrían las páginas los ojos y el corazón profundizaba el sentido, pero la voz y la lengua descansaban. Muchas veces, estando nosotros presentes –porque a nadie se le prohibía la entrada, ni había costumbre de anunciarle al visitante–, le vimos leer así en silencio y jamás de otra manera. Y después de haber estado sentados largo rato sin decir nada –¿quién se hubiese atrevido a importunar a un hombre tan abstraído?– nos retirábamos suponiendo que durante ese breve tiempo que podía encontrar para fortalecer su espíritu descansando del tumulto de los asuntos ajenos, no quería que se le distrajese”.
Este relato de San Agustín que ha sido recogido por innumerables historiadores y filólogos, de algún modo nos manifiesta cómo en la Edad Media comienza el germen de cambio, de transición entre la “Antigüedad tardía” y “la modernidad”. La Edad Media fue el período en el que se comenzaron a separar las palabras entre sí. Ese espacio entre las palabras en los manuscritos fue la causa principal del desarrollo de una lectura en silencio.
Maimónides, en el s. XII, decía que el espacio correcto entre las palabras debía ser como el hálito de una pequeña letra. Sin el trabajo de los escribas medievales no hubiéramos podido nunca acceder al pasado del modo que lo hacemos hoy, y así, la lectura silenciosa, introspectiva, en soledad, tuvo sus probables orígenes en los scriptoria monásticos, pero no llegó a hacerse un hábito hasta el s. XIV, en el que la producción de códices estuvo en auge, principalmente a causa del nuevo mercado generado por la demanda de las novelas de caballería por parte de damas, caballeros, y burgueses acaudalados.
Sin embargo, este pasaje de la lectura en voz alta a la lectura en silencio, fue un cambio de hábito también visible en la transformación de la enseñanza en la Edad Media. En la escuela palatina carolingia los alumnos se agolpaban junto al libro que leía el maestro en voz alta, en cambio, en el siglo XIV, en su despacho en la Universidad de Boloña, el profesor leía en soledad para luego impartir su cátedra. Los antiguos griegos y romanos escribían en “escritura continua” no por una carencia técnica, sino que preferían hacerlo así, por una cuestión cultural por la cual los sabios establecían una distancia con los profanos en los aspectos técnicos de la lectura/escritura.
El maestro del siglo IX medieval consideraba su actividad con una vocación divina, y en su clase la lectura en voz alta lo conducía inevitablemente al diálogo y a la dialéctica entre sus alumnos, en cambio el profesor universitario del siglo XIV era un profesional prestigioso que recibía un salario por su actividad y establecía una distancia casi que de clase con sus estudiantes.
¿Beberemos el agua cada vez más lejos de la fuente?
Hoy en día, con las innovaciones tecnológicas actuales, los hábitos de lectura siguen cambiando, pasando de leer en un libro a leer en una pantalla, por ejemplo. Con la introducción del plan de otorgar un dispositivo electrónico a cada estudiante (tablets, computadoras) en Educación Primaria en Uruguay, quien suscribe ha visto que para muchos de los alumnos del sistema educativo actual, ya les resulta más fácil escribir en una computadora que sobre una hoja de papel. El tiempo dirá si estas innovaciones mejoraran nuestro rendimiento de lectura y aprendizaje, o vanamente lo simplificarán, haciéndonos beber el agua cada vez más lejos de la fuente, pues como decía Borges: “El joven ante el libro, se impone una disciplina precisa y lo hace en pos de un conocimiento preciso”.
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