Estamos viviendo un período de la historia muy tormentoso e inestable. Todo se reformula, todo se vuelve a pensar y las circunstancias no solo no mejoran, sino que se enturbian y muchas veces caen en el caos. Las noticias embargan nuestros ánimos con las palabras “guerra”, “crisis”, “atentados”, “inercia política”, “corrupción”, “abusos” y una larga lista de etcéteras. La salida para tan triste panorama es para unos un desaliento desolador; en cambio, para otros, es la burbuja prescindente de una irrespetuosa e indigna postura existencial (“ya todo va a pasar”).
¿Es posible que el valor de la vida caiga tan bajo en la bolsa de los valores existenciales? Según el programa de Naciones Unidas para el desarrollo 2800 millones de personas están en la más extrema pobreza, de los cuales muchos son niños con un horizonte muy corto de vida. Más de un tercio de la población mundial.
De un lado, la alta ciencia, el consumo predilecto producido por una refinada tecnología y del otro, los que viven en el lodo miserable de los que mendigan los mendrugos de los que consumen hasta el hartazgo. En el medio una ancha franja que oscila entre ambos polos.
Frente ante tanto drama hay –¿habemos?– muchos ciegos del alma. La sensibilidad está anestesiada del dolor ajeno y nuestra mirada intelectual y política, aunque muy abierta en su discurso, es muy estrecha en los hechos concretos y se pierde en vagos compromisos sociales. A menudo caemos sorprendidos en la cuenta de que vivir da mucho trabajo, de que inventar la propia vida es nuestro gran acto vital, entre otras muchas menudas ocupaciones cotidianas, secundarias, que rellenan nuestra agenda diaria. Mirando estas escenas del mundo contemporáneo, a veces nos sentimos creativos y audaces, nos convencemos de que podemos ser muy útiles para aliviar tristezas colectivas y disfrutamos el riesgo de vivir. Otras veces, nos rendimos agobiados por un inmenso hastío y un terrible vacío interior que nos deja con una vida exhausta de toda esperanza. A los seres humanos nos cuesta mucho la perseverancia en el bien, en el compromiso sin ataduras. Entonces, nuestra voluntad primaria de ser hombres consagrados al bien común queda a mitad de camino.
El trabajo más arduo de un ser humano es la construcción de su personalidad. No es el señorío sobre los demás sino el señorío sobre sí mismo, lo que crea virtudes personales.
Todos aquellos que se han condicionado por un deseo personal por encima de todo en busca constante de su satisfacción “talaron”, y a veces en forma definitiva, la abnegación gratuita de darse para el bien de los demás. Muchas veces disfrazamos nuestro verdadero deseo egocéntrico con una retórica externa de fraternidad universal. La verdad del deseo oculto se esconde con buenos escritos y buenas palabras.
Pero como dijo alguien: no hay más verdad que la realidad. El gesto, la mano extendida del buen samaritano es lo que determina el verdadero valor de la persona.
Lo que la historia contemporánea está ávida, famélica, es de que se practique, se viva la cultura del buen samaritano. Tenemos muchos “sacerdotes” y “escribas” que pasan de largo ante el pobre moribundo, tendido al borde del camino de la historia actual.
A lo largo del siglo XX hubo muchas respuestas ante el dolor de los despojados de toda esperanza. Todos tenemos una historia de fracasos ante la construcción de nuestra personalidad. La forjamos en retazos de virtudes. No es fácil la tarea de formarnos en personas resplandecientes en orden a las necesidades de los demás.
Hubo personas que lograron eso tomándolo como una opción de vida, no como deber sino como vocación, descubriendo paso a paso un camino de servicio sin pausas, un camino radical, sin concesiones a lo fácil.
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