El enfoque manipulativo de la política no es, por supuesto, un descubrimiento de los años cincuenta, ni siquiera del siglo XX. Napoleón creó un gabinete de prensa al que llamó, quizá con ironía, su Oficina de la Opinión Pública. Su función era fabricar tendencias políticas por encargo. Maquiavelo fue otro que hizo algunos aportes originales al pensamiento sobre el tema. La manipulación del pueblo por parte de un tirano con una sociedad controlada es un asunto bastante sencillo, y puede hacerse a mano dura o a mano ligera, al gusto del gobernante. Pero el verdadero reto consiste en tratar eficazmente con los ciudadanos de una sociedad libre, que pueden expulsar al gobernante de su cargo o rechazar su pedido de apoyo, si así lo desean.
La manipulación política efectiva y la persuasión de masas en este tipo de situaciones tuvieron que esperar a la aparición de los manipuladores de símbolos. No se dedicaron a la política de forma significativa hasta los años cincuenta. Luego, en unos pocos años, con el clímax de la campaña presidencial de 1956, dieron pasos dramáticos para cambiar las características tradicionales de la vida política estadounidense. Para ello, se basaron en los conocimientos de Pavlov y sus reflejos condicionados, de Freud y sus imágenes sobre la figura del padre, de Riesman y su concepto de los votantes estadounidenses modernos como espectadores-consumidores de la política, y de Batten, Barton, Durstine y Osborn y sus ideas sobre la comercialización de masas.
Para la campaña presidencial de 1952, los influenciadores profesionales habían sido ya acogidos en los conciliábulos internos de al menos un partido. Stanley Kelley, Jr. de la Brookings Institution, hizo un estudio de esa campaña, de la cual escribió en su libro Professional Public Relations and Political Power (1956). Dijo: “La campaña… revela algunas diferencias interesantes respecto al lugar que ocupan los publicistas profesionales en los consejos de los partidos. La estrategia, el tratamiento de los temas, el uso de los medios de comunicación, el presupuesto y el ritmo de la campaña de Eisenhower mostraron la omnipresente influencia de los propagandistas profesionales. Los demócratas recurrieron a menos profesionales, fueron menos propensos a recurrir a la experiencia en relaciones públicas comerciales e industriales en su pensamiento, y sus publicistas aparentemente tuvieron menos voz en las decisiones políticas de la campaña”. Los demócratas, por supuesto, recibieron una paliza y, según sugirió Kelley, habían aprendido la lección y en 1956 harían un mayor uso de los relacionistas públicos y publicistas.
Vance Packard, en “Los buscadores de prestigio” (1957)
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