Estamos en los umbrales de la Pascua, el misterio central del cristianismo que da sentido total a la fe cristiana. Para los cristianos aquí está el nudo de la historia que hay que desatar para que la fe se convierta en una experiencia transfiguradora e insobrepasable.
La pregunta a los cristianos uruguayos es la siguiente: ¿creemos realmente que Jesucristo venció a la muerte y resucitó? San Pablo responde: “Si Cristo no resucitó, vuestra predicación es vana, ya no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes”. Es decir, si no creemos existencialmente en la resurrección de Cristo, nuestras palabras son arena movediza que se pierden en el vacío del tiempo. Entonces, creemos en un Dios irreal, absolutamente impotente frente al mal de la muerte. El cristianismo se convierte en un eterno lamento irredimible, lleno de pensamientos “brillantes” de buena doctrina, pero insustanciales de todo contenido salvífico para el hombre y para la historia.
Aquí está el drama histórico de muchos creyentes: no creen realmente en la resurrección de Jesús. No creen que Jesús esté aquí y ahora participando de nuestras orfandades vitales. Es un Dios adormecido en nuestra conciencia existencial sin el más mínimo atributo de participación en nuestra historia. Es un Dios recluído y secuestrado por nuestra prescindencia a tomar en serio que es un Dios encarnado en nuestra historia, que vivió, padeció y murió por nosotros. Y que resucitó, y está presente aquí y ahora.
Jesús ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa del Dios vivo; del Dios vivo que ha resucitado para arrastrar detrás de sí a todos los hombres y a toda la historia. No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Él está en la historia de los hombres, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con terrible precisión.
Este Jesús resucitado es un Dios atento a todas las peripecias humanas, a todos nuestros desvelos. Esta es la gran revolución de los católicos hoy: creer que Jesús está aquí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Creer que ese Dios vivo, muerto y resucitado es la respuesta a todas nuestras necesidades humanas, a todos nuestros anhelos más íntimos, a todos los misterios de la historia. Creer que el vínculo existencial con su persona es el método con que afronto los desafíos de la vida. Si esto no es así, como dice San Pablo “nuestra fe es vana”, es pura retórica vacía, pura retórica en vano.
Pandemia virósica y pandemia del desinterés
Este es un mundo golpeado por la pandemia virósica y por la pandemia del desinterés por el destino de los otros; por la criminalidad de la guerra donde la vida no vale nada y todo se desprecia en nombre de la legitimidad; por la soledad sin consuelos donde se rumia con pavor la incerteza de vivir; por los migrantes llenos de lágrimas y desesperanzas en una historia triturada por la miseria de tantos, que van por los caminos de la historia con los pies llagados para siempre.
¿En todo este cuadro histórico la Pascua tiene algo para decirnos?
El cristianismo no es una doctrina, no es una moral, ni siquiera una religión. Es una persona: Jesucristo, el Dios de la vida. Todo se reduce a nuestro vínculo existencial con ese Dios vivo. Que esa relación sea la medida de la vida. Un teólogo de nuestro tiempo, el padre Luigi Giussani, dijo que el centro de la historia era un mendigo, y que esto se expresaba en la relación de Dios con el hombre. Dios que mendiga el amor del hombre, y el hombre que mendiga la misericordia de Dios.
Todo esto llevado a nuestra medida concreta, podemos afirmar que ser católico es una tarea difícil, ardua con nosotros mismos, y que solo la acción abrazadora de la misericordia de Dios nos permite ser fieles a ese amor.
La Pascua es un llamado a ser realistas: somos carentes, impotentes de alcanzar un mínimo de coherencia por nosotros mismos. La coherencia es un don de Dios. El hombre por sí mismo no puede alcanzar la plenitud perdurable.
No somos capaces, no tenemos la naturaleza apropiada para vivir plenamente la felicidad en todo momento. Nuestros límites humanos nos irritan por nuestro afán de poder desbordante, la impaciencia y la desesperanza son rasgos de nuestra posición, muchas veces, pesimista de la historia.
“La paciencia produce la esperanza”
San Pablo dice que “la paciencia produce la esperanza” (Romanos 5,4). Uno creería más bien lo contrario: parece que se puede saber esperar pacientemente, si se tiene en el corazón la esperanza. En un sentido, esto último es cierto, pero la secuencia indicada por San Pablo traduce una verdad más honda. Los que no saben sufrir tampoco saben esperar. Los hombres demasiado apresurados, que quieren alcanzar inmediatamente el objeto de su deseo, tampoco saben. El sembrador paciente, que confía su semilla a la tierra y al sol, es el hombre de la esperanza.
Para quien sabe esperar, todas las cosas acabarán por ser reveladas, a condición de que tenga el valor de no negar en las tinieblas lo que ha contemplado en la luz. Para quien tiene la fe pascual, Jesucristo es la respuesta a todas las ansiedades de nuestro corazón, a todos los desvelos de nuestras incertidumbres. No hay ningún proyecto humano (de la naturaleza que sea) que cubra todas nuestras expectativas humanas como el acontecimiento de la Pascua.
Cada rincón del planeta tiene sus particularidades. Hay muchos lugares de tinieblas, donde el horror, la miseria y el desconcierto juegan con el destino de vidas inocentes. Hay lugares de opulencia donde la frivolidad, la ostentación y el consumo desenfrenado de lo inútil, desperdicia y ahoga vidas contaminadas de superficialidad. Hay lugares donde la indiferencia y el desinterés reducen la reflexión a meros sofismas revestidos de formatos seudoilustrados, donde las categorías de pensamientos reales son minúsculas. Hay lugares donde reina la cultura de la apariencia y todo se sintetiza a establecer solo relaciones de intereses, descartando a toda persona que esté fuera de los objetivos que se persigue, y muchas veces disfrazando todo esto de una gran “prédica” moral y social.
Pero también hay lugares donde se está junto al desposeído, al sufriente, al que está solo de todo amor, al enfermo. Es aquí donde está la esperanza de la historia. En aquellos que gastan sus vidas en apaciguar el dolor de los demás. Los que extienden su mano sin preguntar a quién y los que lloran solos en las noches cuando meditan la desmedida iracundia que provoca tanta expoliación humana y tanto destierro de millones de personas sin destino.
“No hay amor más grande que dar la vida por los demás”
Las personas que dan la vida, día a día, por los demás son las personas pascuales. Estas personas reviven la Pascua del Señor. Son la prolongación salvífica de Dios. Están enclavados en el Misterio dolor-muerte-vida. Estas vidas son las que esclarecen la sentencia del evangelio “no hay amor más grande que dar la vida por los demás” (Juan 15, 13). Dar la vida, muchas veces, no es morir, sino tener gestos diarios de solidaridad, de identificación con el más pobre, el más sufriente, el más desheredado.
La historia pascual no es la historia del “buen pensante” sino la historia del “buen actuante”.
Volviendo al título de este artículo: en esta Pascua, el Dios vivo y resucitado espera nuestra respuesta, reclama nuestro amor; mendiga nuestro amor hacia los tangenciales de la historia.
Mientras tanto, nosotros con tantos desalientos encima, con tantas falencias que padecemos, con tanta impotencia que sufrimos a cada instante de nuestra vida, le gritamos, le mendigamos al Dios resucitado su misericordia.
Dios mendigando y el hombre mendigando. Dios mendiga por amor, el hombre por necesidad.
Entonces, ¿cómo transitamos hacia el futuro? ¿cómo van a ser nuestras convicciones cristianas, en un mundo tan hostil a la presencia de Dios? Con declamar principios abstractos de moral y conductas cristianas no llegaremos muy lejos. Existe una sorda letanía de “doctrina” cristiana que no transforma ninguna realidad, ni personal ni social. Pero que satisface el gusto de quién la predica de escucharse a sí mismo como un experto de los “principios” cristianos.
En la Pascua, Dios vuelve a confiar en el hombre. Resucita y nos arrastra a todos nosotros y a la historia hacia Él.
Maravilloso acontecimiento el de la pascua. En esta historia tan turbia, tan llena de resentimientos y cobardías, pero también tan llena de vidas íntegras y generosas, vuelven a sonar desde el fondo de los tiempos aquella sentencia paulina que hoy es imperativo hacer vida, experiencia y cultura:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Las pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los peligros o la espada?”. “No, en todo esto triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro de que ni la vida, ni la muerte, ni los ángeles, ni los poderes espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni creatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor”. (San Pablo, Romanos 8, 35-39)
Nada nos apartará del amor de Dios. Esto hay que hacerlo vida y cultura. Ése es el desafío pascual hoy en la historia. En la Pascua, el Dios resucitado nos llama y nos espera.
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