Las experiencias traumáticas que se esparcían por el mundo como reguero de pólvora tras la crisis del ´29 motivaron a los constituyentes de 1934 a incluir en la Constitución la figura del Consejo de Economía Nacional, un mecanismo previsto para alcanzar grandes acuerdos en un tiempo marcado por profundos cambios en la política, la economía y la sociedad.
El final de la Primera Guerra Mundial había traído consigo grandes dificultades económicas. La suspensión de la convertibilidad de la libra –que permitió a los británicos fagocitarse una parte sustancial de las reservas del mundo– abrió las puertas a un torbellino de devaluaciones y desempleo. Esta fue una de las causas principales de la Gran Depresión, crisis exportada desde las finanzas anglosajonas hacia el resto del mundo. No fue la primera ni sería la última.
La Gran Depresión terminó minando la confianza en los gobiernos de la época. Con mayor o menor rapidez, estos respondieron reconociendo la necesidad de un Estado más activo, sobre todo articulando las relaciones entre empresas y trabajadores. Las altísimas tasas de desempleo contrariaban las ideas contenidas en los folletos de divulgación financiados por la Compañía Británica de las Indias Orientales. No cabía espacio para fábulas como la “mano invisible”; más bien imperaba la necesidad de formular y aplicar políticas que permitieran reducir el desempleo.
Contrario a lo que siguen difundiendo algunos nostálgicos de la época de Gladstone y Disraeli, durante el período de entreguerras no se aplicaron políticas keynesianas; por la sencilla razón que Keynes aún no las había formulado. “No considero a la revolución keynesiana como un gran triunfo intelectual. Al contrario, fue una tragedia porque llegó muy tarde. Hitler ya había descubierto cómo remediar el desempleo antes de que Keynes terminara de explicar por qué se producía”, escribió Joan Robinson, economista keynesiana británica, dejando en evidencia que la gran tragedia humana que se produjo en el continente europeo se habría evitado si el Estado no hubiera caído presa del nihilismo liberal.
Como Uruguay, Suecia fue un ejemplo de país que evadió caer en los extremismos de la época. En la década del ´30, la izquierda había llegado al poder gracias a lo que el Prof. Peter Swenson calificó de “alianza tácita” con los grandes grupos empresariales. Contrario a lo que ocurría en otros países en aquel entonces, los empresarios suecos no eran reacios a la construcción de instituciones centralizadas como modelo de relacionamiento industrial. En efecto, la socialdemocracia sueca no accedió al gobierno como resultado del poder de los sindicatos, sino que logró consolidarse gracias a la ausencia de una “intensa oposición” de los empresarios a sus políticas, y que en otros países eran resistidas tenazmente. Esta apertura de los empresarios fue producto de una alianza consciente en respaldo de las instituciones de resolución de conflictos centralizados; principios que en 1938 quedarían plasmados en el Acuerdo de Saltsjöbaden, firmado entre la asociación de empresarios y la confederación de sindicatos de trabajadores, y vigente en su esencia hasta el día de hoy.
Ante el fantasma de la Depresión y el desempleo, el mundo redescubre hoy un arsenal de políticas que fueron quedando proscriptas por los ideólogos de Davos, como antes lo fue de la Sociedad Mont Pelerin. Cambian los mensajes y las estaciones suizas de esquí, pero los intereses son los mismos inconfesables de siempre.
Dani Rodrik escribió hace unos días que, para reconstruir nuestras clases medias –objetivo que depende de la creación de buenos empleos y de la capacidad de innovar–, será necesaria una eficaz acción gubernamental. Con Estados limitados por su alto grado de endeudamiento, esto a su vez requerirá dirigir el gasto público hacia actividades con mayor capacidad de derrame en la economía, al mismo tiempo que se necesitará recortar rentas a sectores favorecidos cuya contribución a la generación de empleos sea dudosa. En el caso concreto de Uruguay, es urgente revisar las exenciones fiscales que un mes sí y el otro también se otorgan a grandes grupos empresariales sin que la ciudadanía tome conocimiento de los verdaderos beneficios que eso genera en la economía y la sociedad en general. ¿Cuál es el fundamento de subsidiar la construcción de grandes superficies en las zonas costeras cuando no podemos asistir a los pequeños comercios del litoral ante la emergencia cambiaria que enfrentan?
Resulta evidente que para llevar adelante las reformas necesarias se necesitan amplios respaldos políticos. Algunos argumentan que el Poder Legislativo es el lugar apropiado para alcanzarlos, pero no es suficiente. Nuestro país no ha sido capaz de llevar adelante una gran reforma sin darse de narices frente a una crisis socioeconómica. Lo cierto es que, como decía el presidente Franklin D. Roosevelt, debemos experimentar con algo diferente si de resolver el problema se trata. Por tal motivo, La Mañana insiste una vez más en la necesidad de convocar el Consejo de Economía Nacional, una institución legitimada por la Constitución, algo que no es poca cosa en una época en que florecen instituciones de cuestionable constitucionalidad y que hacen alarde de su gran poder sobre la cosa pública. ¿Habrá que pedirle permiso a Charles Schwab o a algún otro mecenas?
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