Belén
La vida sigue siendo un misterio sin desvelar. Es algo que sentimos esencialmente como propio y con un deseo profundo de que esa misma vida sea imperecedera. Pero el paso inexorable del tiempo nos hace tomar conciencia de la finitud de nuestra condición humana.
Somos seres hambrientos de infinito. Es una sed inapagable de nuestro interior existencial, por eso nuestro rechazo visceral a la muerte, que viene a contrasentido de las exigencias de nuestra naturaleza humana. El grito mayor que sale de lo profundo de nuestra vida es “queremos vivir para siempre”. Pero el dolor se agazapa al borde de los caminos, esperándonos siempre con la certeza de que finalmente marcará nuestro destino. Eso nos puede llevar a los humanos a varias salidas: 1) tomar la vida como una aceitada maquinaria de eficiencias, sin el sentido de una comunión solidaria; 2) caer en un relativismo nihilista donde todo pasa y donde todo vale en consecuencia; 3) mirar la historia con un escepticismo de acendrado individualismo donde solo vale arriesgarse por uno mismo, y donde el otro y los otros son muy desconfiables de mi amargura existencial; o 4) mirar la historia como un sendero de construcciones humanas, donde lo coyuntural apunte a lo permanente y la vida sea una cantidad de manos entrecruzadas por la solidaridad.
La historia en su profunda crisis de convivencia
El mundo está en una profunda crisis de sentido. Parece que la historia va a ciegas.
Millones de personas “celebrarán” esta Navidad con migajas de pan y con migajas de solidaridad.
El destierro de miles y miles de personas despojadas de sus tierras de origen, las caminatas interminables de migrantes harapientos, los bolsones de hambre de hombres y mujeres que no tienen más destino que la mendicidad y la inanición. El mundo se quiebra en dos partes: los indiferentes al dolor ajeno y que viven en un consumo desenfrenado, los del brindis espumoso, envueltos en euforias vacías, satisfechos de la vida y de sus estupendas ganancias; y los otros, los que miran la historia desde el suelo, traficados en su miseria como figuras de experimento extorsivo sin la más mínima piedad (bastaría mirar el África negra, los pueblos del Cercano Oriente, las masas migrantes, entre tantas situaciones). Pueblos sin destino inmediato, que subsumidos en guerras regionales trasiegan los caminos con los pies llagados y la esperanza agrietada con la certeza del horizonte de la muerte inexorable. Guerras regionales que sirven a los intereses geopolíticos de las grandes potencias y como experimento bélico de las grandes tecnologías armamentistas.
Como dice el papa Francisco: “Deténgamos este naufragio de civilización”.
Cuando todo parecía que se volvía a la “normalidad”, negros nubarrones aparecen en el horizonte como una amenaza latente y otra vez el desasosiego se apodera de nosotros y nos vuelve a mostrar nuestras vulnerabilidades humanas. Países poderosos atacados por la nueva variante de covid vuelven a sus extremas medidas sanitarias. La variante ómicron acecha en rápida transmisión a desestabiliza la “nueva normalidad”, y algunos sectores miran hacia el costado ignorando la posibilidad de un nuevo peligro. Aquí y en el mundo. La civilización de la banalidad no puede (no solo no quiere) pensar y vivir en profundidad. La Navidad se convierte en una euforia alienante de fuegos de artificio donde “la felicidad” se disfraza de abrazos estándar en medio de mesas muy bien servidas, en algunos casos hasta el derroche.
La Navidad y su signo
“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4, 4).
La Navidad es la plenitud de los tiempos. La sufriente carne humana es asumida por Dios como parte de un destino definitivo. Dios se “infiltra” en la condición humana, se hace hombre real nacido de mujer. El Dios encarnado asume y transfigura toda humanidad, le da dimensión de eternidad.
Esta es la más grande noticia que nos da la Navidad: Dios viene, está con nosotros.
Entra a la historia como un ser desposeído de todo poder, en la extrema pobreza, huyendo del genocidio de niños del inmoral Herodes. No recibe alojamiento en ningún lado. Es un Dios despojado de una posada segura.
No hay ningún refugio humano para un Dios escondido en un vientre de mujer; para una mujer a punto de parir y para un hombre fiel, protector del Misterio como José. Un establo es la posada del Niño Dios, María lo cubre, lo amamanta desde la extrema pobreza. El Dios que todo lo puede se hace niño desde la radical orfandad de toda posibilidad humana.
El Niño Dios nace en un remoto rincón del Imperio romano. En la región pobre y marginal de Palestina, en un villorrio llamado Belén. Por el nacimiento del niño todo ha quedado transformado. Ahora, directamente, a Dios le interesa este mundo y su destino. Ahora no es solo su obra, sino que toda historia es un trozo de Él. La fiesta de Navidad no es, por tanto, poesía o romanticismo pueril. Es la confesión y la fe, que justifica al hombre, de que Dios ha resucitado y ha dicho su última palabra en el drama de la historia, aunque la banalidad haga estruendos de su falsa alegría.
En la noche de Navidad habrá muchos pesebres vivientes de niños abandonados, enfermos, sin juguetes y sin horizontes. Establos del siglo XXI.
Niños perseguidos por los nuevos Herodes. Los Herodes de la omisión, del prejuicio, de la mala distribución, y del ¿y a mí qué?
Dios encarnado nos dirá: “Es Navidad, yo estoy aquí. Enciendan los cirios del servicio y la fraternidad. Tienen muchos más derechos que todas las oscuridades humanas. Es Navidad y vine para quedarme eternamente”.
*Profesor de Historia
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