Tras la muerte de Benedicto XVI, estuve revisando algunos de sus textos; entre ellos, un par de instrucciones firmadas por Ratzinger, cuando estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe: Libertatis nuntius y Libertatis conscientiae.
Libertatis nuntius se propone “atraer la atención de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista”. (…) “De ninguna manera –advierte– debe interpretarse como una desautorización de todos aquellos que quieren responder generosamente y con auténtico espíritu evangélico a ‘la opción preferencial por los pobres’”.
Por su parte, en Libertatis conscientia, dice Ratzinger que “la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los ‘más pequeños de sus hermanos’. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos”.
Por eso –explica–, “la opción preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva. Esta es la razón por la que la Iglesia no puede expresarla mediante categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían de esta preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva”.
En otras palabras, “la opción preferencial por los pobres” es parte de la misión de la Iglesia, siempre y cuando se ejerza “con auténtico espíritu evangélico”. Si ese espíritu no está presente, se cae fácilmente en el error de pensar “somos nosotros, los de la ideología tal y cual, los únicos y auténticos defensores de los pobres”. O bien, lo único que los pobres necesitan son cosas materiales.
¿Cómo llevar a la práctica esa “opción preferencial por los pobres” con auténtico espíritu evangélico? Lo primero es tener claro que la Iglesia católica no fue fundada por nuestro Señor Jesucristo para promover obras de asistencia social, defender el medio ambiente o interceder por la paz de las naciones. No. Jesucristo murió en la Cruz para librar a los hombres del pecado y de la muerte, y para ganarnos la vida eterna. Llevar ese mensaje de salvación a todos los hombres es la misión fundamental de la Iglesia.
Todo lo demás, incluidas las obras de caridad que la Iglesia promueve alrededor del mundo, es consecuencia del mensaje de salvación, que no se agota en la mera solidaridad. Vivir la caridad es mucho más que compartir unas lentejas: es amar a cada persona con el amor que Jesucristo tiene por cada ser humano. El gesto solidario puede ser muy bueno y a veces puede ser lo más necesario. Pero el “auténtico espíritu evangélico” indica que lo mejor que uno puede hacer por su prójimo –rico o pobre– es enseñarle el camino hacia la santidad, hacia la salvación eterna.
Hace tiempo, un amigo sacerdote recordaba unas palabras atribuidas al cardenal Biffi, quien sostenía que cuando “la Iglesia católica hizo la opción preferencial por los pobres, los pobres prefirieron a los pentecostales”. ¿Por qué? Porque lo primero que todo hombre busca en la Iglesia es alimento espiritual. Si solo se le da pan material, irá a buscar el pan espiritual en otro lado. Por eso, entendemos que la mejor forma de vivir la opción preferencial por los pobres es hacer antes la opción preferencial por lo católico.
No es un juego de palabras. Es la realidad que vivió a diario aquella gran maestra del amor a los pobres que fue la Santa Madre Teresa de Calcuta. ¿Por qué? Porque la Madre Teresa ponía ante todo la Santa Misa, dedicaba mucho tiempo a la oración y brindaba una excelente formación doctrinal de sus hijas… El gran amor a los pobres de las Misioneras de la Caridad, siempre fue consecuencia de su enorme Amor a Cristo, realmente presente en la Eucaristía. Él es la fuerza que siempre ha impulsado, a todos los misioneros, sacerdotes, religiosos y laicos que buscan la santidad, a “compeler a entrar” (Lc., 14-23) a la Casa del Padre, a cada una de las almas que se cruzan por su camino.
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