La experiencia del 2002 nos enseñó del valor de un tipo de cambio flotante. En aquellas instancias históricas que experimentamos con alguna variante de tipos de cambo fijo, los resultados no fueron buenos para la economía, y en varios casos terminaron en abruptas devaluaciones.
A fines de los ´90 estaba de moda entre los economistas la afirmación que los países debían elegir entre dos extremos: una flotación o tipos de cambio fijo irreversibles. Es así que Argentina fijo la paridad del peso 1 a 1 contra el dólar, en un régimen de “convertibilidad”. Tal era la fe en el régimen cambiario que cuando este se volvía claramente insostenible, el ministro Cavallo amenazaba con dolarizar la economía. En otras palabras, eliminar la moneda local con tal de eliminar el riesgo cambiario. Ese era el razonamiento que se hacía en aquella época en los corredores de la academia.
Fue el paradigma aceptado y propugnado por el FMI en aquella época, mensaje que se propagó a través de sus repetidoras locales. Sin embargo, Brasil se atrevió a desafiar el pensamiento dominante y en enero de 1999 devaluó el real. Criticado inicialmente por el FMI y sus círculos académicos, Brasil terminó demostrando a la región y el mundo que había tomado la decisión correcta. Aferrada a su convertibilidad, Argentina tardó en reaccionar y terminó devaluando desordenadamente a finales del 2001. Uruguay aguantó solo unos meses más, hasta que la inevitable devaluación fue reconocida por las autoridades de la época.
Como explica muy bien el economista Dani Rodrik, la mayoría de los países desean tener una tasa nominal flexible porque esto les permite contar con un instrumento más de política económica. Una política cambiaria activa puede permitir a un país sujeto a restricciones externas más grados de libertad para estimular la actividad y el empleo. Una depreciación del tipo de cambio incrementa el precio relativo de los bienes transables respecto a los no transables, estimulando las exportaciones y la sustitución de importaciones.
Cuando Brasil devaluó en 1999, las autoridades económicas en Argentina y Uruguay especularon con que el efecto sería transitorio ya que la experiencia histórica nos indicaba que rápidamente la suba del tipo de cambio se vería reflejada en un aumento de la inflación que dejaría el tipo de cambio real en los niveles originales o incluso más altos. Pero esto no ocurrió. Luego de años de tendencias depresivas en la economía brasileña, el sector productivo tenía gran capacidad ociosa. El aumento del tipo de cambio no se fue a precios, y la devaluación produjo un efecto devastador sobre el sector externo uruguayo y argentino.
Inexplicablemente, Argentina reincidió en el mismo error que había cometido quince años antes cuando el ministro Martínez de Hoz había establecido la “tablita”, régimen cambiario que terminó explotando en la crisis del ´82.
Pocos años antes, en 1979, Martínez de Hoz se había encontrado en Santiago de Chile con Alejandro Vegh Villegas y otros ministros de la región. Todos se maravillaban de que estaban siguiendo políticas económicas similares –como si se les hubiera ocurrido lo mismo a todos en forma espontánea-, a la vez que el ministro argentino les anunciaba que “hay industrias que van a desaparecer y deben desaparecer. Tres años es poco aún para esperar esos resultados..”. El resto de la historia es conocido y pagamos su precio hasta el día de hoy.
Lamentablemente es una historia que se repite con nuevos ropajes. El astorismo redescubrió en el control del tipo de cambio un instrumento que -como la morfina- genera una sensación de prosperidad temporal que a la larga termina matando al sector productivo.
El nivel de precios actual no es competitivo y no lo ha sido por años. Lejos de corregirse, la situación se viene agravando desde principios de año y venimos perdiendo terreno respecto a nuestros países vecinos. Los que habitamos en Montevideo no vemos quizás los efectos, ya que no podemos viajar. Pero para aquellos comerciantes del litoral y la frontera con Brasil ya no existe ninguna duda. Esta no es manera de proteger la mano de obra nacional.
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