Hace unas semanas, una firma de supermercados canadiense hizo pública su oferta para adquirir la cadena Carrefour. Frente a lo que parecía ser una transacción habitual en el mundo de las finanzas, el gobierno galo se le plantó de frente anunciando que no autorizaría la venta.
El propio ministro de Economía, Bruno Le Maire, aseguró que al ser Carrefour el principal empleador privado de la economía francesa y el “eslabón esencial en la inocuidad alimentaria y en la soberanía alimentaria de los franceses”, no estaba a favor de la operación, especialmente durante la actual crisis generada por la pandemia. Le Maire fue aún más lejos y agregó que “nuestra distribución masiva puede ser exitosa sin vender a los extranjeros”, afirmando que Estados Unidos o Alemania hubieran hecho lo mismo en un caso similar.
Este caso evidencia la importancia que los países desarrollados asignan a sus empresas nacionales. En contraste, esta acción del gobierno francés no resultaría intuitiva en nuestro país, que no ejerce ningún tipo de discriminación entre empresas nacionales y extranjeras, salvo algunos rubros muy específicos. Uruguay tiene una larga trayectoria de respeto a los derechos de las empresas extranjeras, que pueden competir en condiciones de igualdad con las empresas nacionales.
Sin embargo, en el correr de los años este equilibrio se fue desbalanceando gradualmente en favor de las empresas extranjeras, particularmente aquellas de tipo multinacional. Estas empresas compiten a nivel global, cuentan con muy buenas condiciones de financiamiento con la banca internacional y los mercados globales de capitales y pueden optimizar sus impuestos decidiendo dónde producir y vender. ¿Pero cuál es la cuestión?
El problema radica en que la empresa multinacional optimiza sus operaciones a nivel global y de acuerdo a los intereses de sus propios controlantes. A modo de ejemplo, si un laboratorio controlado por una firma británica produce una vacuna contra el Covid en Francia y Alemania, puede decidir privilegiar el envío de la vacuna al país de sus accionistas antes que a los ciudadanos del país que la produjo. ¿Se visualiza el problema que este tipo de situación puede generar? Visto de esta manera, es lógica la reacción del gobierno francés, especialmente en medio de la crisis que se vive en la actualidad.
Si algo positivo ha traído la pandemia es que nos ha permitido recordar la importancia de un Estado dedicado a proteger los intereses de sus ciudadanos, lo cual no implica de ningún modo ir en contra de los extranjeros. No es ni más ni menos que el principio de la Paz de Westfalia que dio lugar a los Estados modernos, esos mismos a los cuales todos les reclamamos cada vez más derechos.
Lamentablemente el Uruguay se corrió casi sin que nos diéramos cuenta al extremo opuesto del espectro. Los uruguayos nos hemos ido acostumbrando que tal o cual empresa multinacional recibió este u otro beneficio; que tal o cual Estado extranjero presiona a nuestras autoridades a favor de una empresa particular de su país. Que los organismos internacionales imponen estándares tales que ninguna empresa nacional los puede cumplir, principios que los reguladores locales aceptan alegremente haciendo mímica a cuanta idea venga del extranjero. Al extremo que un conocido dirigente político llegó a expresar que prefería a las multinacionales que a los empresarios nacionales.
Estos ejemplos abundan. Las empresas constructoras nacionales desarrollaron toda la vida un impecable trabajo, absorbiendo los vaivenes de la región y asociando empresas extranjeras cuando el volumen o la complejidad de la obra lo ameritaba. Sin embargo, en los últimos años se les impuso el mecanismo PPP, el que por razones financieras las obliga a asociarse con empresas extranjeras, colocándolas en debilidad negociadora. El Estado igual termina pagando toda la cuenta, como vemos con el Ferrocarril Central, pero el resultado es que una parte sustancial del margen de ganancia y el valor agregado queda en manos del socio extranjero. ¿Fue necesario eso? ¿Cómo hicimos para construir Palmar o el saneamiento de Montevideo sin PPP?
En este esquema de exenciones fiscales, subsidios encubiertos y otras tantas prebendas, ¿quién paga la cuenta final? Claramente aquellos ciudadanos y empresas nacionales que no tienen el privilegio de usufructuar estos beneficios.
Esto no se trata de demonizar a las multinacionales, porque existen todavía varias empresas con trayectoria impecable en los países que han operado. Claramente no podemos tapar el sol con las manos, ni mucho menos revertir una tendencia que se ha impuesto con fuerza en el mundo. Pero ello no quiere decir que debamos circular por este mundo como la Venus de Botticelli.
Lo que sí resulta claro de todo este absurdo que se ha instaurado en nuestro Uruguay en los últimos años es que las empresas nacionales no tienen embajadores, y por tanto se sienten abandonadas por el Estado. Su único reclamo es equidad para que nuestros empresarios puedan competir en condiciones de igualdad, reclamo que Cabildo Abierto incorpora en su programa y que guía su acción. No existen fórmulas mágicas para evitar este camino hacia la esclavitud anticipado por Hayek, a la cual vamos llegando inexorablemente gracias a una letal combinación de socialismo y neoliberalismo.
TE PUEDE INTERESAR