¡Qué misterio es el dolor! ¡Qué incomprensible es su aparición intrusa en la naturaleza humana, cuando ésta reclama, por esencia, la plenitud de la felicidad! Nuestra naturaleza de hombres reclama vivir siempre, para siempre. El dolor y la muerte son destinos no deseados, rechazados. Producen rebeldía y en el mejor de los casos resignación. Es un imperativo de nuestra condición humana luchar contra la muerte, contra el dolor. Generar paliativos.
Esta es la lucha más profunda del hombre: enfrentar al dolor y la muerte. Ese ha sido y es el proceso de la historia. Lo demás es “yapa”. “Yapa” muy importante, pero “yapa” al fin.
Hoy, en este abril 2020, estamos ante el más profundo desconcierto que haya vivido toda la civilización contemporánea. Muchas certezas, dadas como dogmas, se esfumaron, se perdieron en el horizonte de las ilusiones creadas, y empezamos a flotar en un mar bravío que desplegaba sus olas homicidas a diestra y siniestra. En una sociedad del Primer Mundo, muy tecnificada y medicalizada, abierta a todo tipo de consumismo y muy orgullosa de sus avances tecnológicos, prescindente a su vez de muchas necesidades ajenas, le apareció de repente, imprevistamente, de forma agazapada un micro super enemigo que la devastó, la vapuleó con un dolor desolador que golpeó brutalmente hasta los repliegues más íntimos del alma colectiva.
Los embates del enemigo biológico, tan desconocido como dañino, empezaron a llegar, imperceptiblemente, hacia el sur del planeta, provocando, también, pavor y destrucción. Vaya de ejemplo lo de Guayaquil en Ecuador.
Todo esto nos descolocó a todos, con diferentes reacciones. Pues en situaciones límites, los hombres reaccionan en forma radical en las dos direcciones opuestas, con lo mejor y con lo peor que tienen.
Por un lado, se multiplicó el amor a los más desamparados, a los más desvalidos, y la solidaridad se extremó a niveles conmovedores, tanto en sectores públicos como privados. Los sectores empobrecidos compartían lo poco que tenían, porque el pan compartido es más digno y vivificador, hace más noble la persona. La necesidad de lo imprescindible en forma compartida puede llegar a despertar vocaciones de servicio para siempre.
Por otro lado, como contracara, aparecían los mercaderes del dolor, los que se aprovechaban de la situación límite y especulaban con ganancias desmedidas (sobre todo en el terreno de los implementos de primera necesidad). El virus se traslucía como un aliado de sus cajas registradoras. Triste, tristísimo panorama. En la historia siempre han aparecido personas de gesto galante pero con un corazón mafioso.
En nuestro país cuando nos preparábamos para empezar a confrontar ideas, para establecer polémicas sobre la seguridad pública, el futuro de la educación, sobre los caracteres políticos de los últimos gobiernos y del proyecto del actual, una bomba micro orgánica nos desbalanceó y todos sentimos la parálisis del primer momento y hubo que replantear todo, pues lo que estaba en juego no eran las ideas o los proyectos políticos sino la propia vida. En el horizonte de nuestras perplejidades empezaron a aparecer los héroes del momento: los que están en la primera línea de la lucha, todo el personal de la salud.
Ninguna elucubración filosófica sirve hoy sino viene asignada por una actitud. Una persona hoy se define por su gesto no por sus ideas. No sirve sólo el bien pensar, sino que debe complementarse por el bien actuar. Es la hora de la Gran Política, es decir la hora de consagrarse al Bien Común.
Cuando los países poderosos nos regalaban la imagen de sociedades satisfechas del megapoder tecnológico, de cierta soberbia autoreferencial y de un cierto consumismo desbordante; de repente, emergió, en ellos, primero, un escurridizo y demoledor enemigo micro orgánico que volteó de un plumazo muchas seguridades sociales y el abismo del dolor y la muerte apareció con su espectral realidad. Y cambió súbitamente el curso de la historia.
Habrá que buscar nuevos paradigmas, nuevas formas de interpretar la realidad. Todo debe ser reeducado. Todavía sin saber cómo va a ser “el día después” con todas sus secuelas.
Una reflexión desde la esperanza
Para nosotros los cristianos, la Pascua es el triunfo de la vida sobre la muerte. Como dice San Pablo, si Cristo no resucitó vana es nuestra fe. Por lo tanto, el centro de nuestra fe es la resurrección del Señor, presente aquí y ahora.
Pero, ¿cómo anunciar el triunfo de la vida ante tanta agonía presente, ante tantas muertes desprotegidas, ante tanto sufrimiento escondido?
Es como si fuera un despropósito anunciar la Pascua ante tanto desaliento y dolor. Sin embargo, a pesar de nuestras cavilaciones, de nuestros miedos, de nuestras incertidumbres, de nuestras negaciones, el Señor de la historia está presente, aquí y ahora. Este es el gran misterio de la vida y el dolor.
Desde lo más profundo de nuestro ser, sólo nos cabe decir: ¡Señor, apacigua tanto dolor! ¡Por favor, no tardes!