El mundo se enfrenta a una suba de tasas de interés como no se experimentaba desde fines de la década del ´70. Con el propósito de quebrar un proceso inflacionario en el área dólar similar al actual, en octubre de 1979 Paul Volcker, el entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, decretó un fuerte aumento en las tasas de interés. Para abril de 1980 las tasas habían subido del 11% a casi el 18%. Esto conduciría a la crisis de deuda que se hizo sentir por todo el mundo, especialmente en América Latina. Arrancó con México, que se vio forzado a declarar la moratoria de deuda el 20 de agosto de 1982. El efecto se expandió como reguero de pólvora y el 26 de noviembre de 1982 los uruguayos amanecerían con la ruptura de la “tablita”. El sueño dorado de los Martínez de Hoz y Végh Villegas terminaba hecho añicos, dejando un legado de cierre de empresas, pérdida de empleos y miseria cuyos efectos son perceptibles aún hasta el día de hoy.
Las presiones inflacionarias se venían acumulando desde la década del ´60. Lyndon B. Johnson, al igual que sus sucesores Richard Nixon y Gerald Ford, sería de los últimos presidentes con memoria directa de la Gran Depresión. Nixon representaba el arquetipo del conservadurismo liberal; Johnson al progresismo demócrata (“liberals” en la jerga estadounidense). Pero a pesar de las diferencias ideológicas, durante sus gobiernos ambos demostraron un amplio pragmatismo. En 1971 Nixon no dudó en implementar controles de precios y salarios como forma de frenar la inercia inflacionaria, al mismo tiempo que puso punto final a la convertibilidad del dólar con el oro, ocasionando una fuerte devaluación respecto al marco alemán y el yen japonés.
Johnson había profundizado las reformas comenzadas por Roosevelt, que permitieron a Estados Unidos salir de la Gran Depresión, combatir la Segunda Guerra Mundial y asistir en la posterior reconstrucción de Europa y Japón. Pero su proyecto de implementar la “Gran Sociedad” se encontró con el obstáculo de la Guerra de Vietnam, conflicto en el cual ya se habían embarcado sus antecesores y cuyas consecuencias fiscales y monetarias se harían sentir en la década del ´70.
No es que no hubieren existido presiones inflacionarias antes y que el episodio inflacionario de fines de los ´70 constituyera una “novedad”. El exponencial aumento de demanda provocado por el esfuerzo bélico de la Segunda Guerra Mundial hubiera resultado en un fuerte proceso inflacionario si no se implementaban medidas pragmáticas de controles de precios y salarios, ahorro forzoso de la población, limitaciones a los movimientos de capitales, topes en las tasas de interés y limitantes a la conversión de divisas. Este proceso de “represión financiera” permitió bajar rápidamente el peso de la deuda de Estados Unidos y el Reino Unido durante la posguerra, los cuales habían alcanzado niveles cercanos a 300% y 400% del PBI respectivamente. La contracara de la licuación de deudas de los países desarrollados fue la erosión en el valor real de las reservas acumuladas por los países subdesarrollados durante la guerra, incluido Uruguay.
Efectivamente, hasta la década del ´70, la preocupación de los economistas era todavía la deflación, no la inflación. Irving Fisher, uno de los grandes exponentes de la profesión durante la Gran Depresión, escribió en 1933 su “Teoría de la deuda-deflación en las grandes depresiones”, en la que explica que las causas de las grandes depresiones parecían encontrarse en situaciones de sobrendeudamiento seguidas de procesos deflacionarios. Así lo expresaba en sus propias palabras uno de los fundadores del monetarismo:
“Cada dólar de deuda que queda sin pagar se convierte en un dólar más grande y si el sobreendeudamiento con el que partimos era lo suficientemente grande, la liquidación de las deudas no puede seguir el ritmo de la caída de los precios que ésta provoca. En ese caso, el intento por reducir las deudas se frustra a sí misma… el propio esfuerzo de los individuos por disminuir su endeudamiento termina por aumentarlas debido al efecto que su accionar tiene en el aumento del valor real de cada dólar adeudado”.
Años después Milton Friedman, quien reconocía a Fisher como una de sus fuentes de inspiración, estudiaría también la deflación durante la crisis de los ´30. En efecto, en 1963 el referente de la Escuela de Chicago publicaba una obra de historia económica titulada: “Historia monetaria de EE.UU.: 1867-1960”, documentando el error de la Reserva Federal en dejar contraer la cantidad de dinero como respuesta a la crisis del ´29, lo que según Friedman contribuyó en gran medida a la Gran Depresión.
Pero con Jimmy Carter llegaría al gobierno una nueva generación, más distanciada del recuerdo de la Gran Depresión y más permeable a las ideas neoliberales que se hacían espacio con sus bien financiados esfuerzos por desarmar el legado del New Deal. De allí a la crisis del ´82 quedaba solo un paso, y después vendría la década perdida, el Plan Brady, el Consenso de Washington, el regreso de los tipos de cambio fijo, la renovada desindustrialización y la crisis del 2002 como telón de fondo.
Hoy nuestro país se enfrenta nuevamente a un escenario similar al de fines de los ´70. Por un lado, tenemos un tipo de cambio ostensiblemente sobrevaluado –salvo para el BCU y sus modelos internos–. En relación al PBI, la deuda pública supera a la que se observaba a fines de 2001, el principal legado –junto a la usura generalizada- del astoribergarismo. Sectores importantes de actividad del país vienen sufriendo una contracción como consecuencia de la diferencia cambiaria con Argentina y, en menor medida, Brasil. Hasta hace poco esto se compensaba con precios récord de commodities, pero estos últimos vienen cayendo de forma preocupante en los últimos meses.
Evidentemente, la suba de tasas de interés a nivel internacional es un precio más al que debe adaptarse el país. El efecto sobre las finanzas públicas será considerable, como queda evidenciado con la última emisión de deuda, en la que los rendimientos estuvieron cercanos al 6%. La necesidad de controlar el gasto público hace cada vez más imperioso revisar el régimen de exenciones fiscales, ya que de alguna manera debemos aliviar a los sectores y regiones más afectadas, privilegiando inversiones que generen empleo genuino y de largo plazo en esas zonas. Respecto a la política monetaria, el BCU haría bien en revisar su política, que se asemeja a la de un piloto que pisa el acelerador con una pared por delante.
Pero la economía posee un tercer instrumento al cual se le presta menos atención: la política crediticia. El Estado cuenta con instrumentos e instituciones para hacer fluir el crédito en condiciones más beneficiosas a aquellos sectores de la producción y los servicios considerados fundamentales para la estructura socio-económica del país. Utilizando activamente la perilla del crédito doméstico se puede contribuir considerablemente a capear este temporal de suba de tasas, atraso cambiario y baja en el precio de los commodities. Claro que para ello debemos abstraernos de los formulismos impuestos por el liquidacionismo neoliberal.
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