La expresión “lavado de cerebro” creo que ajusta a lo que quiero decir en esta nota. Si prestamos atención a las tramas de algunas series –las que tienen desperdicio y las que no– podemos encontrar un denominador común: el discurso dominante y lo políticamente correcto, el debilitamiento de los valores y unos roles de familia menoscabados.
Más allá de que las tramas, los guiones, la dirección escénica y narrativa puedan estar muy buenos o al menos resultar interesantes, no hay duda de que muchas de ellas tienen algún tipo mensaje subliminal que atenta contra la historia de los valores tradicionales. ¿No notamos con cierta regularidad que en una serie –por ejemplo, de narcotráfico– el vencedor es el que transgrede la ley, el que mata por dinero, el que destruye a una familia por afán de poder? Más allá de cómo les haya ido a los delincuentes reales en el mundo real, es la primera vez que tantas personas aplaudimos una conducta tan repudiable.
Netflix claramente tiene un compromiso con la agenda progresista, con la izquierda radical del partido demócrata de los Estados Unidos, por eso se la pasa proponiendo y festejando la cultura del aborto, del LGTBQ+, la lucha de sexos, el enfrentamiento de clases y, bajo todas las formas imaginables y sin ningún límite ni pudor, la violencia. En las series y películas, el padre de familia por lo general es un completo idiota, bueno para nada, alienado, sin luces; al mismo tiempo está el homosexual que parece que tiene todo claro todo el tiempo, un gran humanista, mostrando el contraste de cómo al padre figura de familia le falta esa admirable impronta.
No hay que esforzarse mucho para advertir que en la industria del cine y televisión actuales siempre se ven drogas cada vez más fuertes; la violencia es cada vez más deshumanizada y sangrienta; las escenas sexuales son cada vez más alevosas y tienen cada vez menos misterio. La lucha de clases planteada por Marx sigue existiendo como argumento preferente pero disfrazado de lucha contra la familia, contra los valores, contra el orden, contra el conocimiento, a favor de la simple sensualidad, de la degradación como arte de vivir.
Por ejemplo, ahí tenemos la película “El hoyo” (España, 2019, dirigida por Galder Gaztelu-Urrutia) donde se muestra cómo en una especie de cárcel se baja comida a través de una plataforma; cada piso es habitado por dos personas; la distribución es al azar. Cada 30 días el sistema distribuye a sus forzados huéspedes a los siguientes pisos. La jerarquía es el criterio de distribución de la comida. Es decir, en los primeros pisos hay abundancia de comida, pero a medida que se desciende solo queda escasez, y esto sucede porque en los primeros pisos ya se han engullido todo sin pensar en los de más abajo. Sin empeñarnos demasiado, tendemos a creer que “El hoyo” quiere simbolizar el sistema capitalista, satanizarlo como un pozo oscuro donde solo hay sufrimiento.
Esta trama claramente apela a la llamada “conciencia social”, trata de decir que el capitalismo es horroroso. Pero aquí viene la trampa: para denostar al capitalismo el director inventa una realidad más parecida al socialismo que al de las sociedades libres que quiere destruir. En la pesadilla de “El hoyo” no existe la propiedad privada; la producción de los bienes no obedece a las leyes de oferta y demanda; la asignación de los recursos está rígidamente establecida dado que, según el piso donde le toque a la persona, tendrá asignada una determinada cantidad de comida y, encima, por estár encerrados los personajes y sin poder moverse, tampoco existe entre ellos intercambio mercantil. Esto aunque lo proclame con aire de panfleto no es una representación del capitalismo. Más bien que es lo contrario, se parece mucho al comunismo, al socialismo claro y llano con el que se nos amenaza desde siempre.
Es legítimo que haya distintas formas de pensar en distintos sectores de la población; es normal que a mí me pueda gustar una serie que a otro no le interese. Eso es totalmente personal. Pero lo que vengo a destacar es el denominador común existente, y en particular la distorsión de información que se transmite a lo largo de este tipo de contenidos. El cerebro de las audiencias es amasado como una pizza; y tratado como tal.
Una persona con sentido crítico identificará lo que planteo aquí. Pero una persona que solamente se limita a comer pop y pasar una tarde agradable viendo “algo entretenido y a la vez educativo”, realmente se verá en falta, aunque lo más triste de todo es que probablemente ni lo note. Se estará prestando al juego sin darse cuenta.
En suma: no está mal disfrutar de una serie o película si es de nuestro gusto, pero debemos tener los ojos bien abiertos y nuestro sentido crítico bien activo para identificar el tipo de mensajes a veces absurdos y de ridiculización que se nos busca transmitir por medio de una excelente puesta en escena. Si vemos que el mensaje directamente ataca y confronta nuestros pilares fundamentales, quizá podamos optar por otro contenido. Cuidemos nuestros valores como pilares.
*Psicóloga y profesora. Especialista en autismo. Mg en dificultades de aprendizaje.
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