¿Qué están haciendo cientos de las mayores empresas de Estados Unidos cuando intimidan al público para que elimine el requisito de identificación para votar? ¿Qué hacen Twitter, Facebook y otros cuando prohíben que la gente comparta hechos que son inconvenientes para la política del gobierno y/o para el Partido Demócrata? ¿Qué hicieron los bancos cuando entregaron al FBI los registros de las personas que viajaron circunstancialmente a Washington, D.C. entorno al 6 de enero?… Comprender lo que está sucediendo en Estados Unidos empieza por descartar preguntas tontas como estas. En cambio, debemos concentrarnos en el hecho de que quienes nos gobiernan en todos estos asuntos son esencialmente las mismas personas. Son intercambiables, con intereses, amores, odios y gustos casi idénticos. A menudo, son amigos y colegas, y están unidos para coaccionar a quien no se encuentra de su mismo lado sociopolítico. Que las instituciones que controlan sean públicas o privadas en nuestro sistema constitucional ha dejado de importar. Estas personas son responsables de la fuerte disminución de todo tipo de libertades que hemos experimentado desde al menos 2016, y especialmente desde 2020.
Aristóteles observó que los gobiernos son dirigidos por una sola persona, por unos pocos o por muchos, y que independientemente de cuántas personas gobiernen, lo hacen por el interés general o por el suyo propio. La república estadounidense fue fundada en 1776-89 por el pueblo en general, para servir al interés general combinando el poder de los ciudadanos con el de los estados, y con el de una presidencia unitaria. Pero a lo largo del último siglo, el conjunto cada vez más homogéneo de personas que dirigen las instituciones de la república arrebató el poder a los representantes elegidos por el pueblo prácticamente a todos los niveles y ha gobernado en su propio interés y no en el de la población en general. Nadie votó por esto, en ningún nivel. Por el contrario: el ejercicio de poderes coercitivos por y para escogidas por ellos mismos, que afirman saber más y que se validan mutuamente, es la negación misma de la república constitucional en la que los estadounidenses han vivido desde 1776. Se trata de una oligarquía.
En los Estados Unidos del siglo XXI, esta oligarquía borró la distinción entre poderes públicos y privados, y la sustituyó por la distinción entre quienes forman parte de la clase dirigente y quienes no.
La privatización del poder público es la esencia de la oligarquía. Como el gobierno es de unos pocos de la clase dominante, y es para el interés de esa clase, los oligarcas pueden ejercer los poderes coercitivos del gobierno sin límites legales, como si estuvieran tratando sus propios asuntos privados. Los que viven sometidos a unas oligarquías no son ciudadanos, porque la oligarquía se valida a sí misma, decide por sí misma, dentro de sí misma y, por sobre todo, se compromete a negar la capacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo.
Angelo Codevilla, profesor emérito de relaciones internacionales en la Universidad de Boston. Publicado en American Greatness
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