Con motivo de la propuesta del Poder Ejecutivo de transferir fondos supuestamente destinados a Colonización, para la construcción de viviendas, en sustitución de los asentamientos -tan insuflados en los últimos años- ha resucitado el viejo discurso sobre la función social de la tierra, enfoque casi olvidado en los quince últimos años, que constituyó el período de gobierno “progre” donde se consumó la mayor extranjerización y a la vez concentración de la tierra de los últimos cien años.
Instituto de Colonización: una decisión acertada
Tomás Berreta, dirigente canario, que lideraba un electorado conformado por empresas familiares de chacreros, fruticultores y horticultores, fue el impulsor de la creación del Instituto Nacional de Colonización (INC), que se inauguró póstumamente (6 meses después de su fallecimiento) en enero de 1948. El puntapié inicial fue dado en 1905 en aquel paquete de medidas de moderna impronta social que bajaban a tierra el tándem Manini-Arena, con la promulgación de la ley que facultó al Poder Ejecutivo a disponer de recursos para la compra de tierras destinadas al ensanche del ejido de Paysandú y la formación de colonias de trabajadores rurales en ese departamento.
En su artículo 1° la institución refundada hace 73 años enunciaba: “A los efectos de esta ley, por colonización se entiende el conjunto de medidas a adoptarse de acuerdo con ella para promover una racional subdivisión de la tierra y su adecuada explotación, procurando el aumento y mejora de la producción agropecuaria y la radicación y bienestar del trabajador rural”.
Actualmente del INC dependen aproximadamente 5.700 familias que viven y trabajan en sus campos. Del total de las tierras que el instituto posee al día de hoy un 62% son de su propiedad y un 38% ya de colonos. Las mismas representan el 4% de la superficie total agropecuaria del país.
En el tema de no entorpecer la marcha del INC y no interrumpir el proceso de distribución de tierras es de los más difíciles de lograr un consenso.
Por un lado un sector radicalizado (voluminoso) excesivamente conservador, ya sea por la reforma agraria familiar o por lo que el viento se llevó en alguna de las cíclicas crisis, les hace vivir un nostálgico recuerdo de campos de sus antepasados – los del “tuvo” de J. P. Damiani- que les deprime asumir que algún ex capataz de su estancia acceda a la propiedad de la tierra. El drama del “Jardín de los Cerezos” de Chejov, donde el mujik adquiere el campo de sus patrones.
En la vereda de enfrente ciertas izquierdas ideologizadas que aún no asumieron la caída del Muro de Berlín y el fracaso absoluto de las granjas colectivas de la ex URSS.
Pero más allá del derroche de palabrerío vacío, el sacrosanto mercado para unos o la igualdad químicamente pura para otros, lo que hay que entender es que el campo se queda sin gente. Hay que detener la hemorragia del medio rural a las ciudades.
¡Da pena ver que cada día hay más compatriotas que ignoran que vivimos mayoritariamente de la agro-industria!
Reglamento de tierras, en el 171 aniversario de la muerte de José Artigas
Hagamos un pasaje por la historia, la que fue manipulada hace cincuenta años en base a una lectura sesgada. Es el período que inicia el temporal sesentista, con ideas fuerza destempladas, que todo lo reducía a una taumatúrgica “reforma agraria”, interpretada por muchos, como la colectivización de la tierra, al mejor estilo de los koljoses soviéticos.
La literatura agraria que se ha venido manejando en los últimos 50 años pretende apoyarse en el documento con que el General Artigas pretendía dar comienzo al “ordenamiento territorial” de la agitada Banda Oriental.
Se olvida que el mismo, no podía tener otro objetivo que establecer pragmáticas que apuntaran a resolver el estado ruinoso de nuestra campaña.
El Caudillo, en Purificación, da a conocer el 10 de setiembre de 1815 el “Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus hacendados”.
A partir de la expulsión de los Jesuitas a fines del siglo XVIII, la situación general del medio rural oriental, que venía siendo administrado prolijamente por esa Orden Religiosa a través de los indios guaraníes -los principales beneficiarios-, se transformó en un caos y se abrieron las puertas del bandolerismo de los Bandeirantes, donde la codicia de los grupos allegados a los Cabildos, que se hicieron asignar las tierras de la Compañía de Jesús (la mayor parte del territorio) no lograron ponerle freno.
Así se fue planteando la difícil problemática que finalizó en la discutida cuestión del “arreglo de los campos”.
Al producirse la Revolución Emancipadora, la situación de la campaña se agravó aún más; sobrevino una crisis de la seguridad que afectó la organización económica y su producción, social y jurídica.
El objetivo económico era recuperar el “stock” ganadero en merma y aumentar la producción; para ello se debía ocupar la tierra, poblar la campaña y fijar la población rural. Los fines sociales tendían a favorecer a los desposeídos y proteger a la familia rural. Los fines jurídicos buscaban imponer el orden en la campaña exigiendo el trabajo, persiguiendo la vagancia y el delito generalizado que protagonizaban bandas de cuatreros.
Contenido del Reglamento de 1815
El análisis del Reglamento permite distinguir dos grupos principales de disposiciones:
a) las que establecen una distribución de tierras y el fomento de la producción y
b) las dedicadas al restablecimiento del orden interno.
La elección de los beneficiarios se haría teniendo en cuenta su organización familiar y capacidad productiva. “Los más infelices serán los más privilegiados” consigna de corte evangélico que resume el pensamiento profundamente cristiano del Prócer y de su sobrino, su último secretario, el sacerdote franciscano José Benito Monterroso.
Los beneficiarios recibirían tres clases de bienes: la tierra, ganado para poblarla y una marca para probar el derecho de propiedad. El Reglamento establecía que la tierra a entregarse tendría, en lo posible, aguadas naturales, linderos fijos y una extensión de 10.800 cuadras, con lo que cuadriplicaba la extensión de tierra entregada en los repartimientos fundacionales hispánicos. En esa extensión podrían mantenerse en esa época alrededor de 3.700 vacunos que permitiría obtener unos 370 cueros por año. El ganado que se entregaría a los beneficiarios debería tomarse de los rodeos de animales orejanos o de las haciendas abandonadas de propiedad de los enemigos de la causa. Su captura y distribución estaba cuidadosamente establecida para evitar abusos o inútiles destrozos.
Todas estas prerrogativas, destinadas a consolidar el derecho de propiedad estaban acompañadas de obligaciones paralelas: los beneficiarios sólo podrían recibir una suerte de estancia (una legua por una legua y media), no podrían enajenarlas, venderlas, ni hipotecarlas en garantía, y estaban obligados a poblarlas y trabajarlas. Se exigía específicamente la obligación de construir un rancho y dos corrales, la omisión o demora hacían caducar los derechos del beneficiario y la tierra volvía al dominio fiscal para ser distribuida. El agraciado debía poblar tierra y hacerla producir. El plan de distribución de tierras incluía en sí un programa de desarrollo de la producción.
El distribuismo y su afán de ensanchar la propiedad
En la Historia de las ideas podemos encontrar una original doctrina económico-política profundamente humanista, cien años después, en concordancia con la concepción rioplatense y artiguista, nacida en la Inglaterra de principios del siglo XX, inspirada en el pensamiento de dos profundos escritores, Hilaire Belloc y Gilbert Chesterton, sobre la visión histórica de la Doctrina social católica de la «era de la Revolución industrial».
Belloc y Chesterton encabezaron una propuesta que esbozaba un sistema económico nuevo centrado en la extensión de la propiedad de los bienes de producción al conjunto de la ciudadanía, convirtiendo a cada familia en propietaria de su hogar y, si fuera posible, de los medios necesarios para producir y ganarse el sustento (el capital), superando la concentración injusta de los medios de producción por las elites capitalistas o el control excesivo de los mismos por la burocracia estatal (sovietismo).
Sergio Fernández Riquelme, profesor de la Universidad de Murcia transcribe una cita de Chesterton, “…un carterista es obviamente un campeón de la empresa privada, pero tal vez sería una exageración decir que el carterista es un campeón de la propiedad privada. Capitalismo y comercialismo han tratado, en el mejor de los casos, de disfrazar al carterista con algunas de las virtudes del pirata. El punto sobre el comunismo es que solo reforma al carterista prohibiendo usar los bolsillos”.
El Distribuismo o Distributismo pretendía responder a las grandes cuestiones de la ciencia económica desde su propia perspectiva, generada en el agrarismo tradicional británico, perfilada por la doctrina social católica.
Frente a las nuevas exigencias de una sociedad crecientemente industrializada y con una «cuestión social» definida como problema obrero, León XIII diagnosticó las injusticias socioeconómicas establecidas por el emergente sistema capitalista, definidas por la desigual situación de las clases y grupos sociales respecto a los medios de producción, y la creciente situación de proletarización de amplias capas sociales; pero igualmente subrayó y denunció los peligros de un socialismo autoritario que negaba la legítima propiedad privada, fruto del trabajo familiar, y que postulaba una transformación radical de la sociedad, capaz de erradicar la realidad eclesial y mutar la institución familiar.
Estas líneas maestras fueron completadas por Pio XI en la Encíclica Quadragesimo anno (1931), cuarenta años después de la Rerum novarum. En ella, el Papa afrontaba las «res novae» surgidas en la era de entreguerras: la expansión del poder de los grupos financieros, en el ámbito nacional e internacional, y el crecimiento de los totalitarismos ideológicos. Y ante las mismas, se defendía un «nuevo régimen social» más allá del estatismo socialista y del individualismo liberal, fundado en los principios de solidaridad y de colaboración, reconstruyendo la base económica de la sociedad, y aplicando la ley moral como reguladora de las relaciones humanas, con el fin de «superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo orden social basado en la justicia y en la caridad» (Pio XI, 1931: 23-24).
Es el papa Juan Pablo II, hoy canonizado, quien en 1989 redondea estos conceptos en su encíclica Centesimus annus (los cien años de la Rerum Novarum).
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