El transcurso del tiempo arregla muchas cosas, pero no va a resolver la situación de los sectores productivos que arrastran las consecuencias de la pérdida de competitividad acumulada durante años. Cada semana que pasa sin que se encare el tema en forma sistemática y planificada, la situación se agrava, aumentando los riesgos y los costos para los actores económicos.
Si algo nos enseñaron las crisis de 1982 y 2002 es que de estas se sale recuperando la competitividad y poniendo nuevamente en pie al aparato productivo. La foto de los balances luego de la crisis no era linda, tampoco lo es ahora. La pérdidas se acumulan, y las empresas se descapitalizan y pierden liquidez. Eso las hace más dependientes del crédito bancario, el cual se hace escaso merced a los balances y las calificaciones de crédito. Mientras no se haga nada al respecto, la banca privada se va a escudar en normas bancarias y contables para no hacer fluir el crédito. Hasta tanto las normas contables y bancarias no se adapten a la realidad del país, corremos el riesgo de forzar un cierre masivo de empresas.
Siempre existe algún desprevenido que piensa que se puede salir de la crisis de otra manera y que “esta vez es diferente”. Los países desarrollados acuden a todas las medidas a su alcance: emisión monetaria, tasas reales de interés negativas, refinanciaciones, suspensión de ejecuciones, diferimiento contable de pérdidas, flexibilización de normas bancarias y muchas otras más. Todo para evitar el cierre de empresas y el aumento del desempleo. Cuando veamos las cifras de crédito del sistema bancario agregado a fines del semestre veremos la realidad de cómo se comportó el sistema bancario, pero sería una lástima no actuar antes, ya que nos ahorraríamos miles de pérdidas de puestos de trabajo.
Si vamos a juzgar a las empresas por balances que reflejan una década de atraso cambiario, nos estaremos haciendo mucho daño, y muchas empresas morirán en el altar de una “creación destructiva” mal interpretada. Entre las pocas cosas positivas que nos dejó la pandemia es un reconocimiento de una intervención activa por parte del Estado. El senador Manini Ríos lo ejemplificó diciendo que “necesitamos más Keynes y menos Friedman”. Pero la realidad marca que nadie podría hoy imaginar un Estado juez y gendarme en una economía dirigida por manos invisibles y otras construcciones más del tipo religioso que racional.
El mercado sin dudas resuelve adecuadamente problemas de asignación de recursos en situaciones de orden y estabilidad. Pero en estado de desorden y crisis, las fuerzas del mercado pueden conducir a la quiebra generalizada. Hasta la Bolsa de Nueva York se cierra cuando la caída de precios excede determinado nivel. Y los Estados Unidos no van a dejar caer nunca a una empresa como Boeing.
Resulta preciso recordar que la pandemia económica precede a la sanitaria. El virus solo corrió el telón de una situación que ya era insostenible, haciéndola evidente a toda la ciudadanía. Pero estamos bien pasados de la etapa de diagnósticos y llegó el momento de acciones firmes y determinadas. La situación se hace desesperante para muchos y no queda mucho margen de maniobra.
Es en esta etapa -con Friedman ya adecuadamente guardado- es cuando aparece el espectro de Schumpeter y su doctrina de la “creación destructiva”. A pesar de que resulta claro que el Estado debe intervenir, los tomadores de decisión se paralizan ante el temor de poder llegar a rescatar una empresa que los “dioses del mercado” hubieran condenado a desaparecer. Es así que estamos ante un tremendo “problema de coordinación”, acudiendo a un eufemismo utilizado habitualmente por los economistas para decir que el mercado no funciona.
El principio de la creación destructiva puede llegar a funcionar bien a nivel micro (de empresas individuales) o a nivel de sectores en economías desarrolladas y diversificadas, pero no es aplicable de ninguna manera a la economía uruguaya. En Uruguay no existen muchos “riesgos diversificables” ni industrias que reemplacen a otras. Esto es un lindo cuento, pero no refleja la realidad económica e histórica.
Esto no significa de ninguna manera que haya que rescatar empresas fundidas o inviables. Pero el temor a que se nos cuele algún caso de estos nos está paralizando. Mientras tanto avanzamos inexorablemente por el camino de la quiebra generalizada de empresas que debieron soportar años de la irresponsable política económica de la inteligentsia astorista-progresista.
Nuestro país se enfrenta a un caos productivo como no se ha visto en décadas. Los productores están esclarecidos y no pueden seguir esperando pasivamente por soluciones. La situación es crítica y no permite dilaciones. Es necesario que el Estado identifique sectores estratégicos y dirija los recursos necesarios para asegurar su supervivencia. Si hubiera un sector que merece desaparecer, mejor hacerlo explícita y conscientemente, pero no podemos permitir muertes por inacción.
Sería trágico que nos convirtiéramos en meros espectadores de la desaparición de sectores enteros, sin tener alternativas viables que los sustituyan. Resulta fundamental apuntalar primero lo que ya tenemos para luego, con mayor calma, poder discriminar qué tiene sentido en el largo plazo y qué no. Recién allí podremos volver a dejar a los dioses del mercado decidir quién debe sufrir el proceso de “creación destructiva”.