Hace 3 años que la actividad económica se encuentra prácticamente estancada. El paro ha ido creciendo y ya roza el 10%. Los jóvenes son los más afectados, con una tasa que sobrepasa el 12%, y el paro de larga duración se va enquistando. Solamente las ayudas sociales están paliando los estragos de un mercado laboral que cada día va a peor. Aunque podría parecerlo, esta no es la radiografía de un país europeo periférico en la actualidad, sino la de Alemania en 2003. Estas cifras contrastan con el dinamismo que presenta el mercado laboral alemán hoy en día. Con una tasa de paro del 5,1%, y decreciendo, es el país europeo cuyo mercado de trabajo ha mostrado una mayor resistencia a la crisis. Mientras que el resto de países han experimentado una destrucción de puestos de trabajo, un fuerte aumento del paro y una reducción de la participación laboral, en Alemania el panorama es totalmente distinto: incluso ha tenido que recurrir a trabajadores extranjeros para cubrir la creciente demanda de empleo. ¿Cómo lo han conseguido? La explicación hay que buscarla en la ambiciosa agenda de reformas, conocida como Agenda 2010, que el canciller alemán Gerhard Schröder implementó entre los años 2002 y 2005 con el fin de promover el crecimiento económico y reducir el elevado paro. El grueso de las reformas se centró en el mercado laboral y el sistema de seguridad social.
Las sucesivas reformas laborales, denominadas Hartz I-IV en referencia a Peter Hartz, director ejecutivo de recursos humanos de Volkswagen y jefe de la comisión que asesoró al Gobierno alemán, tenían como principal objetivo incrementar la eficiencia de las políticas activas de empleo. Es decir, mejorar la asistencia a los desempleados para que encontraran un trabajo rápidamente. Con tal fin, se transformó de forma integral la gestión del servicio público de empleo, incluyendo la creación de agencias públicas de trabajo temporal, la provisión de atención individualizada a los desempleados y la introducción de un sistema de cupones para formación, de tal forma que los desempleados podían adecuar sus habilidades a las demandas del mercado. En contrapartida, se introdujeron normas más estrictas para recibir el subsidio por desempleo que, hasta la fecha, era ciertamente generoso (hasta el 57% del último ingreso neto regular por un periodo indefinido) y se consideraba la causa principal del desempleo de larga duración. Así, por ejemplo, tras la reforma, rechazar ofertas de empleo “razonables” podía conllevar una reducción de hasta el 30% de la prestación. No obstante, el cambio más radical fue la limitación del periodo de recepción de la prestación contributiva (18 o 12 meses en función de si se superan o no los 55 años).
La reforma laboral también abordó la empleabilidad del segmento de trabajadores de menor cualificación, que constituía el grueso de los parados de larga duración. Entre las distintas medidas de flexibilización de las formas de empleo destaca la eliminación de las cotizaciones sociales a cargo del empleado para aquellos salarios inferiores a los 400 euros (actualmente 450 euros). Para salarios entre 400 y 800 euros se establecía una escala creciente de contribuciones. Esta medida propició la generación de “mini-jobs”: empleos a tiempo parcial, poco cualificados, normalmente ligados a trabajos domésticos, restauración o comercio minorista.
Judit Montoriol-Garriga, en informe de La Caixa de Barcelona, julio de 2013
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