Nuestro país carece de una política criminal, es decir, de un sistema articulado y coherente de normas, instituciones y especialistas preparados para la tarea de prevenir y reprimir los delitos.
Actualmente tenemos un Código Penal que dentro de 10 años cumple un siglo. Esta obra de Irureta Goyena, que era excelente para la época, hoy se encuentra desbordada por una abundante legislación penal extracódigo que ha ido consagrando un verdadero proceso que podemos calificar como “decodificación”, con la consiguiente pérdida de coherencia y unidad sistemática para su aplicación.
La situación se agravó con la aprobación del nuevo Código del Proceso Penal que, bajo el publicitado fin de sustituir el viejo proceso inquisitivo por el acusatorio, con sus beneficios de la oralidad, concentración, agilidad, inmediatez y equivalencia de las partes en el juicio, vino a fracasar en su aplicación al ser absorbido por el llamado “proceso abreviado”, que desaloja a los jueces de su función primordial de administrar justicia y ha trasladado toda esa potestad a los fiscales. Este proceso breve, que a nuestro juicio es inconstitucional y al que se opuso la Cátedra, solamente se mantiene porque el exceso de trabajo y la falta de medios lo hace necesario como la solución transitoria menos mala. Su reforma, en consecuencia, es imprescindible para que la garantía de un juez imparcial dirigiendo el proceso vuelva al cauce de la normalidad.
Pero lo primero es redactar un nuevo Código Penal y esta tarea no debe quedar en manos de jueces ni de fiscales sino de la cátedra. Esta deberá escuchar a todos los operadores y oír sus sugerencias, pero siempre teniendo la última palabra. Es decir, la de los penalistas.
Como todo cuerpo normativo, tendrá su orientación filosófica, que deberá que estar tan lejos del abolicionismo como del derecho penal del enemigo.
Entendámonos: el delito es un fenómeno normal en toda sociedad desde las más remotas épocas, al igual que es normal la enfermedad en el hombre. Naturalmente que, dentro de los límites aceptables, ambas situaciones presentan una razonable similitud.
La norma penal no impide el delito, simplemente tiene una función motivadora para la observancia de las leyes. De ese respeto se hace posible la convivencia pacífica de los ciudadanos.
Por eso el abolicionismo es una utopía de imposible aceptación y el derecho penal del enemigo se da de bruces con la historia del derecho penal garantista y liberal que, desde Becaría y Feuerbach comienza a sentar las bases del derecho penal como una normativa limitante del poder punitivo de los Estados.
Nuestro sistema es sancionador, retributivo y persigue la rehabilitación del reo, como imperativos que establece nuestra Constitución. Más que aumentar las penas, pues está probado que nunca han servido para que disminuya la criminalidad, se debe instalar el trabajo obligatorio del recluso, en lo que coincide toda legislación represiva universal de tratamiento carcelario.
En el viejo establecimiento penitenciario de Punta Carretas, donde hoy funciona el “Shopping”, había carpintería, fábrica de baldosas y se hacía el pan para el consumo propio. También había cancha de futbol, o sea trabajo y deporte, como alicientes de la recuperación o resocialización.
Por eso el aumento de las penas no sirve, pues su carácter retributivo se funda en la proporcionalidad. Y la proporcionalidad no se basa en la frecuencia con la que se infrinjan figuras delictivas, sino en la gravedad de la conducta del infractor. Es la gravedad del injusto y la culpabilidad en correspondencia lo que determinan la personalidad del reo.
Entendemos que la proporcionalidad que el legislador ha estimado es la correcta; lo que podría no serlo es su aplicación judicial. Porque es claro que la proporcionalidad queda en manos de juez y fiscal, dentro de los límites amplios que tienen para juzgar de acuerdo a la gravedad del delito y de la culpabilidad del autor. La falla está en su aplicación y no en la norma cuyos guarismos son correctos; el problema es de la justicia no del legislador. Lo que corresponde es analizar las condenas y el manejo del sistema que rige las libertades y está a cargo de jueces y fiscales. Cuya permanente presencia ante los medios es demostrativa de sus contradicciones, divergencias, falencias y luchas internas, que para nada mejoran su imagen ante la opinión pública.
Aparte de lo expuesto, es de interés analizar una norma inédita que contiene el proyecto de Rendición de Cuentas aprobado en Diputados y que refiere a la prohibición del ejercicio profesional de los exfiscales ante aquellas sedes en que cumplieron funciones por el plazo de un año y de tres años en el caso del fiscal de corte y su adjunto, contra el cual ya se anuncia una movilización (art. 636).
El caso lo ha suscitado obviamente el exfiscal de Corte, Jorge Díaz, que en controvertible gestión estuvo casi diez años en el cargo y, como bien dijo la exfiscal Fosatti, los abogados obtenían un tratamiento diferente al tratamiento que recibían de aquel, quienes fueron sus subordinados y posiblemente le debieran favores, por traslados, designaciones de algún familiar o simplemente amistad. Lo cierto es que ha sido indudable su mayor influencia ante el ministerio público.
Ahora bien, el proyecto que inhibe temporalmente a los exfiscales, ¿es inconstitucional por afectar la libertad de trabajo? No nos parece, pues esa inhibición temporaria que busca alejar influencias indebidas para la mejora del servicio, es retribuida con un subsidio compensatorio por los perjuicios que pudiera irrogar.
Podría ser hasta retroactiva, ya que la irretroactividad de las leyes, salvo el caso de las leyes que crean delitos o imponen tributos, no es una garantía constitucional, está simplemente en un artículo del Código Civil. Viene al caso recordar la legislación de emergencia en materia de arrendamientos, cuya retroactividad se aplicó siempre sin que se lograra declarar su inconstitucionalidad.
Finalmente, debemos señalar que se ha informado en la prensa que en Presidencia se analiza la posibilidad de vetar esa disposición. Desde ya expresamos nuestra categórica oposición al veto de esa norma, por dos razones: una de orden técnico y otra de orden político.
En lo técnico, porque la inhibición aprobada se vincula a aquellas de igual naturaleza como la recusación o el impedimento o la abstención que tienden a evitar toda “circunstancia comprobable que pueda afectar la imparcialidad”, como dice el art. 325 del Código General del Proceso. Es decir, es un elemento más de garantía para el justiciable.
En lo político, porque ya ha sido votada en la Cámara de Diputados por la Coalición Republicana y porque siendo una propuesta de Cabildo Abierto, este partido ha decidido mantenerla de todas maneras, aunque existan discrepancias en la Presidencia. Con todo su empeño y sin más explicaciones.
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