La raíz del problema es la ampliación de la OTAN, el elemento central de una estrategia más amplia para sacar a Ucrania de la órbita de Rusia e integrarla en Occidente. Al mismo tiempo, la expansión de la Unión Europea hacia el este y el apoyo de Occidente al movimiento prodemocrático ucraniano –que comenzó con la Revolución Naranja de 2004– fueron también elementos críticos. Desde mediados de los años noventa, los gobiernos de Rusia se han opuesto rotundamente a la expansión de la OTAN, y en los últimos años, han dejado en claro que no se quedarían de brazos cruzados mientras su vecino estratégicamente importante se convertía en un bastión occidental. Para Putin, el derrocamiento ilegal del presidente ucraniano, prorruso y democráticamente electo y que calificó, con razón, de “golpe de Estado”, fue la gota que derramó el vaso. Su respuesta fue tomar Crimea, una península que temía terminara albergando una base naval de la OTAN, y trabajar para desestabilizar a Ucrania hasta que abandonara su voluntad de unirse a Occidente.
La reacción de Putin no debería sorprender a nadie. Después de todo, Occidente se ha estado moviendo en el patio trasero de Rusia y amenazando sus intereses estratégicos y vitales, un punto que Putin ha señalado enfáticamente y en repetidas ocasiones. Las élites de Estados Unidos y Europa se han visto sorprendidas por los acontecimientos solo porque adhieren a una visión poco realista de la política internacional. Tienden a creer que la lógica del realismo tiene poca relevancia en el siglo XXI, y que Europa puede mantenerse íntegra y libre sobre la base de principios liberales como el Estado de derecho, la interdependencia económica y la democracia. Pero este gran esquema se desbarató en Ucrania.
John J. Mearsheimer, en “Por qué la crisis de Ucrania es responsabilidad de Occidente: los delirios liberales que provocaron a Putin”. Publicado por Foreign Affairs.
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