Humberto Antonio Sierra, Patricio Pazmiño, Elizabeth Odio, Eduardo Vio, Eugenio Zaffaroni, Eduardo Ferrer, Ricardo Pérez Manrique… Para la enorme mayoría de los uruguayos estos nombres resultarán extraños. No se conocen sus caras, nunca se sometieron a nuestras urnas, es más, probablemente, algunos de ellos jamás pisaron el territorio nacional. Sin embargo, estos jueces ostentan un poder inconmensurable sobre la sociedad uruguaya. Ni la Constitución ni las leyes, ni las iniciativas de democracia directa, como los plebiscitos o los referéndums, podrían desconocer los dictámenes de este grupo de juristas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Al menos eso piensan y defienden con fervor internacionalista algunos conciudadanos, porque es difícil llamarlos compatriotas.
Uruguay ha sido adalid del multilateralismo y de los procesos de integración regional. Un sello de prestigio que lleva con orgullo nuestro país a lo largo de una importante tradición política y diplomática. No obstante, siempre ha sido muy celoso de su independencia y autodeterminación, actitud que proviene desde nuestra más profunda esencia oriental y artiguista. A pesar de las guerras civiles y los quiebres institucionales que se dieron en nuestra historia, nuestra república democrática se basa en un Estado de Derecho. La inobservancia o incluso flagrante violación de estos principios en el pasado, de ninguna manera justifican su no aplicación en la actualidad.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó en 2011 la sentencia condenatoria del caso “Gelman vs Uruguay”. A partir de allí, la mayoría circunstancial de los legisladores del Frente Amplio optó por presentar un proyecto de ley derogatorio de la Ley de Caducidad, esta última promovida durante la salida democrática por referentes políticos de aquel momento como Julio María Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate, mientras que Líber Seregni aceptó y acató la refrendación de la mayoría de la ciudadanía en 1989, consulta que se repitió con igual resultado en 2009.
En ocasión del debate parlamentario de 2011, el entonces senador frentista Eleuterio Fernández Huidobro dijo sobre la Ley de Caducidad “mañana este pueblo puede necesitar vitalmente este instrumento que hoy estamos desconociendo”. “Se trata de un irreparable error que tendrá graves consecuencias”, dijo y renunció a su banca. Mientras tanto, el propio presidente José Mujica argumentó en contra de la ley derogatoria y criticó a los autodenominados “Frenteamplistas por la justicia” por hacer una “insinuación divisionista, simplista y que desnaturaliza el análisis”.
Vale recordar que tanto el Partido Nacional, el Partido Colorado e incluso el Partido Independiente votaron contra esa ley derogatoria que hoy rige. En aquella oportunidad, el diputado Luis Lacalle Pou dijo “a nosotros nos duele un poco que se le enmiende la plana al pueblo”. Más lejos fue el dirigente Pablo Mieres que comunicó su posición “radicalmente” en contra de su sector de anular la Caducidad mediante una ley interpretativa, porque a su juicio “viola la Constitución de la República, afecta principios de derecho y se lleva por delante un pronunciamiento popular reciente”. Su diputado, Iván Posada, hoy sostiene exactamente lo contrario.
Menos sorprenden las recientes declaraciones del abogado Pablo Chargoñia de que Uruguay no puede desligarse de la sentencia internacional del caso Gelman porque el país incurriría en “desacato internacional”. Chargoñia es integrante del Observatorio Luz Ibarburu, que por una investigación de Santo y Seña se supo que recibe millonarios aportes de la Open Society de George Soros, de modo que, si de acatar se trata, siempre miran al norte.
Cabría preguntarse si el Poder Ejecutivo es consciente de lo que implica que la CIDH tenga este poder en sus manos. Basta recordar que organizaciones de derechos humanos criticaron el supuesto “enfoque punitivista” de la ley de urgente consideración en su capítulo de seguridad, mientras que el relator para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana ha realizado severas críticas tanto a esa ley como a la ley de medios que está ahora en estudio.
En las últimas horas se supo que la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDDHH) ha recomendado iniciar una investigación administrativa por un operativo policial en Malvín Norte, en cumplimiento de la vigente nueva normativa. Sería cuestión de hacer llegar uno a uno estos casos a la Corte Interamericana para hacer inobservable una ley que contó con el consenso de todos los partidos de la coalición de gobierno, democráticamente electo. ¿Tiene esto sentido?
El jurista Gonzalo Aguirre, ex vicepresidente de la República, explicó en entrevista con La Mañana en el mes de abril que los crímenes de lesa humanidad están vigentes en nuestro país desde el 2006, por lo que no pueden ser penados retroactivamente (sí hacia el futuro) y que la no aplicación de la Ley de Caducidad representaba un “desconocimiento de la voluntad” de quienes ejercen la soberanía.
El senador de Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos, fue muy claro en su exposición del día 4 de agosto. “Anteponer esos tratados a nuestra Constitución es aceptar que se nos gobierne desde afuera, ellos son explicable en quienes toda su vida aceptaron y aceptan que se nos indiquen desde otras latitudes lo que debemos hacer”.
El partido presentó el mismo martes un proyecto de ley que declara el derecho de los sucesores y familiares a la búsqueda de los restos de los desaparecidos, mantiene el derecho a recibir reparaciones, mientras que deroga la ley 18.831, ratifica que por el imperio del principio constitucional de reserva legal, la única fuente de Derecho Penal es la ley aprobada en el marco de nuestras disposiciones constitucionales y la plena vigencia de los principios de irretroactividad de las leyes penales y de las leyes procesales penales que fueran más perjudiciales para los enjuiciados.
Los uruguayos merecen dar vuelta esta página y encontrar, desde sus propias capacidades, en razonable intercambio con los organismos internacionales, las soluciones a los problemas que se presentan día a día, con el afán de proyectar un futuro mejor para las próximas generaciones.
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