Medir el tiempo tiene que ver con el trabajo y tiene que ver con el alma. En la antigua Roma se concibió un calendario ligado, como la mayoría de sus congéneres en la época, a la vida agrícola; las divisiones iniciales del año aludían a las estaciones, a los fenómenos atmosféricos y, necesariamente, a las tareas del campo. Todo ello se asociaba con divinidades de variada magnitud que presidían, auspiciando cada uno de los acontecimientos. De ahí se derivan los días de asueto, de observancia, de ayunos o renuncios, de festivales.
Desacralización de la vida social y personal
Ese modelo se encuentra en diversas culturas y ha avanzado con suerte diversa en todas las civilizaciones cuyas fuentes originarias de organización y de consolidación de valores y, por tanto, señas genuinas de identidad, son las religiones. El Occidente cristiano se presentó de ese modo hasta que por mandato de la Ilustración, que buscó por todos los medios desacralizar la vida social y personal, la Revolución francesa convirtió el calendario en un asunto político e ideológico. De ahí que los feriados empezaron a perder su verdadero sentido y fueron sustituidos por acontecimientos de ocasión vinculados a la peripecia de las guerras de facciones en el seno de la recién inaugurada República.
Bajo el dominio de Robespierre y de su partido, la Revolución llegó a colmar la pretensión de abolir la raíz del sentido de pertenencia que identificó desde siempre a la nación francesa, tan vinculada a la conversión de Clovis en el siglo VI, tan orgullosa de la figura y legado de Luis IX, el Bueno; tan íntimamente orgullosa de la fundación de su verdadera idea de soberanía en el emblema que representó Juana de Arco.
Para terminar con esas sustancias que eran el alma de Francia y crear un nuevo tiempo sin alma y con razón, Robespierre se sirvió del calendario nacional y católico, lo vació de contenido y le puso dentro las ideas de Rousseau y de todos los que creían que el mal del mundo no reside en los malos políticos y en la falta de cultura y de ambición transcendente, sino en la religión de Cristo. Por eso, instituyó en las mismas fechas que antes se celebraba a la Madre de Jesús una suerte de kermesse laica en el que una mujer de vida pública era disfrazada con una toga griega, un gorro frigio, se la maquilaba abundantemente como una hetaira y se la transportaba en un trono por las calles de París para que fuera adorada como la Diosa Razón.
Esa satánica procesión terminaba en Notre Dame, justo en el lugar donde había estado el altar. La multitud aplaudía, bailaba y bebía en homenaje a esta deidad impuesta por vía administrativa.
Poco tiempo después, es cierto, Francia se despertó de esta pesadilla. Pero el daño estaba hecho. Aquí en Uruguay, sin llegar a los extremos de tragedia surreal de la Revolución, se vivió un proceso análogo desde la Constitución de 1917, donde se pretendió borrar del horizonte espiritual de los habitantes del país cualquier vestigio de la moral y de la observancia cristiana. Felizmente, el intento se quedó en lo meramente burocrático, en el menoscabo que pudo lograr el oportunismo ideológico-administrativo y poca cosa más. Pero no fue inocuo: su daño mayor consistió en generar una cultura desviada respecto de lo que se entiende por fiesta, por homenaje, por celebración, por descanso.
Y así tenemos un calendario incomprensible, contradictorio y funcionalmente pernicioso, donde lo espiritual fue erradicado no en favor de algo distinto o presumido mejor, sino de literalmente nada. Esto ocurre con el feriado del Viernes Santo, que para el cristianismo recuerda el momento de la agonía y muerte de Jesús en la cruz; el Estado uruguayo dispone que en esa fecha no ha de trabajarse o si se trabaja se realizará en condiciones extraordinarias por ningún motivo.
Identidad cultural de la nación
La semana que media entre el recuerdo del recibimiento a Jesús en Jerusalén y la Resurrección se la llama “Semana de Turismo”, en el entendido de que durante esos días -sagrados solo para la religión- es bueno y es simpático no trabajar y si es posible salir de paseo lejos de casa sin ninguna razón que asista semejante dispendio, porque nada vincula esto ni con alguna celebración u homenaje de tipo laico, ni tampoco con el derecho de licencia anual de los trabajadores.
Lo grave no es que el exabrupto haya tenido lugar en 1917, sino que la clase política del último siglo transitara pasivamente por estas inconsistencias sin inmutarse, como si todo estuviera bien. Y para entendernos un poco mejor: que la Navidad se transfigure en un día para estar reunido en familia se comprende, que el 6 de enero se dedique a agasajar a los niños también se comprende; son adaptaciones más o menos coherentes que encuadran en un afán ecuménico, en un esfuerzo de compatibilización razonable. Pero lo del Carnaval, fiesta que corresponde al calendario de la antigua Roma, que viene de los tiempos de Numia Pompilio hace más de 2700 años, no deja de ser ridículo.
¿Qué tiene que ver el Uruguay moderno con la Roma antigua? ¿Por qué conceder dos días de descanso por una razón que no forma parte de ningún credo, de ningún homenaje nacional o universal? Y lo de la Semana Santa es todavía peor, por más incongruente, y en especial lo es el uso del Viernes Santo como feriado. Algo no puede estar bien en un país occidental que se dice laico y, a la vez, consagra públicamente la idolatría a figuras de las sectas africanas y que con la misma convicción prohíbe levantar en un espacio público una escultura de la Virgen María, símbolo que es parte de su historia y de su más antigua y entrañable tradición cultural.
Si además, en el mismo plano argumental, se determina que sea feriado el Viernes Santo sin que se llame Viernes Santo y que la administración estatal quede en su homenaje absolutamente paralizada, se puede afirmar que el desconcierto ideológico es mayúsculo, que las varias generaciones de políticos que median desde el extravío de hace un siglo fueron directamente inútiles para atender a un tema que afecta viva y profundamente la identidad cultural de la nación.
Si un sentido tiene luchar por obtener mayorías parlamentarias, no es para dejar todo como está o cambiar algo con timidez y balbuceos y que finalmente, como aconsejaba el príncipe Fabrizio, todo quede como está, sino realmente para cambiar y librar al futuro de los males que, como en este caso, la distracción o la desidia de generaciones ha dejado crecer. Los calendarios son parte de la cultura de una comunidad, expresan aquello que los pueblos honran, agradecen, aquello que aspiran a emular, reflejan lo que un país admira y quiere salvar para el porvenir y también lo que le duele y no quiere olvidar. Nada de eso hay en ciertas zonas del disparatado almanaque uruguayo.
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