Hace unos días afirmábamos, en un artículo titulado “En busca de la felicidad”, que “si hoy se tolera mejor la soledad, probablemente sea porque a mucha gente le cuesta vivir en comunidad”. No sé si alguna vez les ha pasado escribir algo que si bien puede ser cierto requiere de contexto para expresar exactamente lo que se quiso decir. Es lo que a mí me ocurrió con esta frase: creo que en parte es cierta, pero que puede ser injusta si se aplica a todas las personas que viven solas o que no han formado una familia.
Existe, ciertamente, la soledad del individualista, del egoísta, de aquel que no formó una familia porque viviendo solo puede “hacer la suya” sin que nadie le pida cuentas de sus actos. Por supuesto, muchas veces, estas personas conocen –y reconocen– las bondades de la vida en pareja o en comunidad, pero están dispuestas a pagar el precio en nombre de su libertad, de su independencia, de la disposición total y absoluta de sus tiempos, de sus vidas. Es a ese tipo de soledad al que nos referíamos en el artículo anterior.
Sin embargo, hay otros tipos de soledad. Está, por ejemplo, la soledad de quien decide no casarse o no formar una familia para estar completamente disponible al servicio de los demás. He conocido personas –algún amigo incluido– que no se han casado porque, en sus circunstancias concretas, primó el deber filial sobre su legítimo derecho formar una familia propia. En otras palabras, entendieron que debían dedicarse por entero a atender y a servir a sus padres mayores o enfermos. Esa aparente soledad nunca fue tal mientras su padre o su madre estuvieron vivos; pero tampoco después de que murieron: basta ver sus vidas para advertir que, de un modo u otro, hoy siguen sirviendo a los demás.
No menos admirable es la soledad de algunas maestras, profesionales de la salud o trabajadores sociales –en general son mujeres, aunque los hay de ambos sexos– que terminan viviendo en parajes remotos, tan alejadas de una vida social “normal”, como entregadas a su vocación de enseñar, de curar, de servir. A veces con fines meramente humanitarios, pero las más con fines espirituales o apostólicos, como es el caso de los misioneros.
Este tipo de soledad es muy frecuente también entre sacerdotes diocesanos, pero también entre religiosos y laicos –consagrados o no– que deciden vivir el celibato apostólico y así permanecer completamente disponibles al servicio de Dios.
Si uno se basa en las apariencias, estas personas viven solas. Pero si mira más de cerca seguramente agradecen a Dios los breves momentos del día en que pueden disponer de su tiempo para estar a solas con Dios: en general, sus días suelen estar cargados de múltiples actividades al servicio de los demás.
De todas estas “soledades”, quizá la más acorde a la acepción literal del término sea la de los monjes. Porque si bien viven en comunidad, pasan mucho tiempo a solas con Dios en sus celdas o en otras actividades como el trabajo y el estudio.
Entonces, la soledad, ¿es buena o mala? Depende. Si nos lleva a ponernos a nosotros mismos como centro del universo, obviamente es mala. Si nos lleva a pensar –como dicen algunos– que lo que debemos hacer es “querernos más a nosotros mismos”, “pensar primero en nosotros”, “mimarnos más” y otras tonterías por el estilo, evidentemente, nuestra soledad nos hará mal a nosotros y a los demás. ¿Por qué? Porque nos llevará a aislarnos de nuestros cónyuges, de nuestros hijos, de nuestras familias, de nuestros amigos, a ser más egoístas y, finalmente, a ser más infelices. Este tipo de soledad nos llevará indefectiblemente a transformarnos en personas hoscas, soberbias, intratables, incapaces de relacionarse con los demás.
Si, por el contrario, en nuestros tiempos a solas –por lo general, robados al descanso– procuramos unirnos con Dios, manifestarle nuestro amor y pedirle fuerzas para amar a los demás como él nos ama a nosotros, nuestra soledad no solo no será la del desierto estéril, sino que será la de la pradera fecunda, llena de vida, disponible para alimentar a muchos con los buenos y saludables pastos de la fe, la esperanza y la caridad. Será como la de esas plantas que en los fríos inviernos dejan de crecer “hacia afuera”, pero que al llegar la primavera explotan de vida, de luz y de color…
En suma, no todas las soledades son iguales. Y es posible, por supuesto, vivir solos, sin dejar de ser fecundos.
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