La ternura, noción que acaso hoy resulte casi ignorada en nuestro medio, es un sentimiento humano que se despierta ante lo que se vive como merecedor de cariño. Es el afecto protector de la valoración e importancia que le damos al objeto de nuestra ternura. Es la expresión más serena y vital de la afectividad humana, nacida de un serio respeto hacia el otro, que encuentra su expresión en pequeños detalles como la escucha atenta y el gesto amable.
Una atención hacia el otro, una caricia, un regalo o un llamado inesperado, un abrazo sincero… son manifestaciones de la ternura. Y en algunas personas, ya es una disposición o modalidad del carácter, inclinado fácilmente a manifestar afecto. Además, todo el pensamiento de nuestra cultura milenaria y todo el mensaje bíblico están impregnados de una alta valoración de la ternura, como destacada virtud de la condición humana.
“El corazón tiene razones…”
En la ternura se ponen de manifiesto las íntimas relaciones que existen entre pensamiento y sentimiento, mente y afecto, cerebro y corazón. Al respecto, el neurólogo Robert K. Cooper, en su libro El otro 90 por ciento, señala que ¡el corazón tiene cerebro! El cerebro del corazón, compleja red de más de 40.000 células nerviosas, es tan grande como muchas áreas del cerebro craneal y su campo electromagnético es el más poderoso del cuerpo: unas 5.000 veces mayor que el campo que genera el cerebro, medible incluso a tres metros de distancia. Actúa con independencia, aprende, recuerda y tiene pautas de respuesta propias.
En el corazón se generan habilidades hasta ahora poco conocidas, como intuiciones e iniciativas profundas y este cerebro está más abierto a la vida y revela los valores más profundos que orientan el comportamiento de las personas. Y en él residen las capacidades que son “las claves de la inteligencia emocional”: la empatía, el optimismo, la iniciativa, la vocación de servicio, la inspiración, la alegría, la confianza, la ternura…
Sin ternura la relación de pareja está condenada al fracaso porque su ausencia va generando aburrimiento, rutina, apatía, distancia y egoísmo. Piero Ferrucci, en su libro El poder de la bondad, señala los interesantes resultados de un estudio en el que se interrogó a 10.000 varones sobre aspectos de la salud. A la pregunta: ¿le demuestra su esposa que lo ama?, un sí por respuesta proporcionaba el dato fiable de no haber sufrido una angina de pecho, mientras que los que respondían no habían tenido esa dolencia en un porcentaje muy superior a la media. Un acto de interés por mantener y asegurar el vínculo de una relación es un signo del deseo de que el otro esté bien, hace fuerte el amor, enciende la alegría en la adversidad y hace más profunda y duradera la relación.
Por otro lado, en la infancia, la ternura hace que los hijos reciban un sostén emocional fundamental para su desarrollo como futuras personas.
Decíamos en otro artículo: Ya el hecho de vivir supone “un acto de confianza en el mundo”, porque una desconfianza absoluta impediría la existencia misma y el nuevo ser “no se atrevería” a salir del claustro materno. De ahí que la confianza está presente en las raíces mismas de la existencia y resulta imprescindible toda la vida. Los expertos en psicología evolutiva enfatizan muy especialmente que desde el nacimiento hasta aproximadamente los 18 meses el bebe recibe el calor del cuerpo de la madre y sus cuidados de afecto y ternura y así se desarrolla el vínculo que será la base de sus futuras relaciones con otras personas. Son las experiencias más tempranas en las que recibe aceptación, seguridad y satisfacción emocional, que le permitirán experimentar al mundo no como hostil o peligroso sino como confortable y seguro. Y a esto lo llaman “la confianza básica”, pues será la base más importante del futuro desarrollo de la personalidad.
Al mismo tiempo, hay experiencias que comprueban que los recuerdos que más suelen acompañar a las personas en los últimos instantes de vida son los momentos significativos de perdón, gratitud, reencuentro… que al parecer quedan grabados en la memoria gracias a la experiencia de la ternura.
Es comprensible que la ternura resulte paradojal: solemos suponerla blanda o débil o “almibarada”, cuando en realidad es fuerte y audaz, no tiene necesidad de barreras y no tiene miedos. “Los más valientes son los más tiernos” (Bayard Joseph Taylor), porque para poder dar ternura se necesita confianza y seguridad en uno mismo. El que es fuerte y no necesita defenderse puede abrir las compuertas de la ternura y el que es poderoso y autosuficiente puede permitirse la generosidad. A su vez, el que padece carencia de afecto no puede ser tierno, porque nadie da lo que no tiene.
En nuestro estilo de vida, cargado de ansiedad y rapidez, de distracción y cambios vertiginosos, de individualismo y consumismo, se hace difícil la ternura, ya que su paz serena no es amiga del apuro.
Y su expresión no necesita ser ostentosa, sino que se manifiesta en pequeños detalles: la escucha atenta, el gesto amable, la muestra de interés por el otro. Son actos de entrega: expresar el afecto, saber escuchar, hacerse cargo de los problemas del otro, comprender, acariciar, cultivar el detalle, acompañar, estar disponible física y anímicamente en el momento adecuado. Y sin ternura no hay entrega: en el amor no hay nada pequeño. No es necesario esperar ocasiones especiales para expresar la ternura: ya la vida cotidiana nos da las oportunidades para hacer saber a los otros que los queremos y cuán importante es para nosotros su existencia, su presencia y su compañía.
¿Amabilidad es romanticismo?
La amabilidad, por otro lado, es una forma de la ternura, de mostrar nuestro respeto y afecto hacia el otro. Se hace presente en las acciones en que nos manifestamos corteses, complacientes y afectuosos hacia los demás. Y sinónimos de amabilidad son: la cortesía, la gentileza, la atención, la afabilidad, la cordialidad.
Es un valor social fundamental para que los vínculos entre las personas resulten satisfactorios, ya que nos vemos obligados diariamente a interactuar con distintos tipos de personas. La armonía de nuestro entorno en gran medida viene determinada por el nivel de amabilidad de las relaciones.
La amabilidad se refleja en los actos de la vida diaria, es especial en las palabras sencillas que denotan una actitud bien dispuesta hacia los otros, como por favor, gracias, permiso. Son palabras casi totalmente ausentes en los vínculos cotidianos de hoy.
Es de recordar que “el corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pascal) y también que sin amabilidad y ternura la justicia se hace dureza, la ética se reviste de crueldad y el deber se convierte en pesado yugo. La ternura es la sal de la vida.
Sería bueno pensar alguna vez cómo sería un mundo amable.
(*) Hugo Polcan. Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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