“La narrativa liberal, que es individualista en su seno, sostiene que cada persona es titular de un conjunto de derechos inalienables o naturales. De este modo, los liberales tienden a preocuparse vivamente por los derechos de las personas en todo el mundo, sin importar el país en que vivan. Por lo tanto, si el unipolar es una democracia liberal, es casi seguro que intentará crear un orden internacional apuntando a remodelar el mundo a su propia imagen. Si la Unión Soviética hubiera ganado la Guerra Fría y hubiera sentido el tipo de entusiasmo por el marxismo en 1989 que Estados Unidos sentía por la democracia liberal, los líderes soviéticos seguramente habrían intentado construir un orden internacional comunista”.
John J. Mearsheimer, en “Destinado al fracaso: Auge y caída del orden internacional liberal” (2019)
El fin de la Guerra Fría dio por tierra con la utopía comunista. Esto alentó a intelectuales como Fukuyama a promover la idea del “fin de la historia”, es decir la sumisión a un credo liberal y universalista que había resultado conveniente para confrontar a la abyección marxista. La simbología de un Boris Yeltsin arriba de un tanque “enfrentando”, un supuesto golpe de Estado ayudó a promover la imagen de un enemigo derrotado y humillado. Fischer había vencido definitivamente a Spassky. Pero tres décadas mas tarde, ¿se puede decir lo mismo de las poblaciones de estos países “liberados”?
Sin dudas la caída del muro de Berlín produjo efectos profundos en los gobiernos de América Latina, de los cuales nuestro país no fue excepción. Estados Unidos y Europa no podían promover la superioridad de un orden económico neoliberal y exportarlo a esa moderna Iliria que se abría en Europa del Este sin antes resolver el problema de nuestra región, que actuaba como ente testigo del fracaso de las erradas políticas de la década de los ´70 y que habían conducido al desastre del ´82. Raudamente se instrumentó el Plan Brady y los países de América Latina fueron “emergiendo” del default uno tras otro. El decálogo de recetas venía formulado por el Consenso de Washington y el nuevo marketing vendría de la mano de JP Morgan y Citibank, que convenientemente nos rebautizaron como “países emergentes”. Basta con eso de ser subdesarrollados. Y así dio comienzo una nueva etapa de desindustrialización y degradación, pizza con champán.
Mientras las fuerzas políticas tradicionales se mareaban con un brebaje de riqueza efímera –alimentada con una mezcla de atraso cambiario y productos importados–, la izquierda reformulaba lentamente su discurso, acercándose a un centro que le permitiría llegar al poder. Y en el proceso se hacía un pacto faustiano con un neoliberalismo que era más un aliado natural que un adversario. Y como bien lo explica Mersheimer, comparten las mismas raíces totalizantes y antinacionales.
Pero antes fue necesario dejar de lado una dialéctica marxista demodé y adaptarse a un lenguaje más apropiado a las agradables noches de cóctel con financistas y multinacionales, todos sinceramente preocupados por el Amazonas y la vida de los jíbaros. En poco tiempo estos profesores de marxismo local, expertos en cálculos de plusvalías, se transformarían en los nuevos conversos a un extremo neoliberal que no era menos dañino que el dogma marxista al cual solo en apariencia se enfrentaba. Basta recordar la patética escena de Tabaré Vázquez acudiendo espantado a Bush y sus “neocons” a que lo defendieran de señoras armadas con sillitas y sombrillas de playa.
Este próximo domingo, Chile, otrora referencia obligada de algunos conocidos economistas locales, elegirá una Asamblea Constituyente que tiene como claro objetivo “deconstruir” el país, siguiendo la nueva terminología utilizada para referirse a la desestabilización generalizada. ¿Qué ocurrió con Chile en tan poco tiempo?
El economista Aldo Madariaga lo explica muy bien en su libro “La resiliencia del neoliberalismo”. En pocas palabras, los gobiernos de coalición que siguieron la dictadura de Pinochet –la mayoría de izquierda caviar– mantuvieron intacta la arquitectura económica heredada del régimen de facto. Pero ante el temor de que las crecientes demandas ciudadanas obligaran a las elites económicas y políticas a revertir un modelo que tan bien les había servido, lograron incorporar el dogma neoliberal en los engranajes constitucionales y legales, tallándolas en piedra. ¿Suena democrático? Claro que no, pero esta es la excusa que hoy encuentran los radicales para proponer una reforma constitucional que arriesga con enfrentar al país trasandino a un precipicio de inestabilidad.
Aquí en Uruguay, los quince años del astorismo-bergarismo nos dejaron una letanía de costosas construcciones neoliberales. Contratos PPP que cuestan al Estado el doble del costo de construcción, como el caso del ferrocarril, y que en los hechos asocian costos públicos –todavía un misterio– con beneficios privados. Un sistema de seguridad social en que las AFAP privadas administran los ahorros mientras no existen riesgos, pero una vez que el trabajador se jubila –cuando empieza el problema actuarial– el riesgo pasa a ser absorbido completamente por el Estado a través del BSE, que para mantener la solvencia de las rentas vitalicias necesita que el Estado emita títulos indexados a los salarios, y que hoy ya representan casi el 9% de la deuda pública.
En fin, Uruguay está a tiempo de corregir el rumbo y salirse del medio de estos dos fuegos, solo en apariencia opuestos. Basta recordar el pacto Molotov-Ribbentrop. Esperemos no tener que terminar pidiendo permiso a esos maestros en navegar entre los dos mundos que fueron los finlandeses.
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