Los países desarrollados han logrado embarcar al mundo hacia una transformación energética. por un lado, esto lo han conseguido respaldándose en la opinión dominante dentro de la comunidad científica y, por otro, con el accionar político de los organismos multilaterales, que cooptan sistemas políticos, medios e intereses económicos nacionales a lo largo y ancho del planeta. Ante esta realidad, a los países subdesarrollados no les quedará otra opción que adaptarse estoicamente a este nuevo paradigma que terminarán imponiendo los grandes poderes globales.
Visto de esta manera, los países subdesarrollados deberán agudizar su ingenio para enfrentar las amenazas y aprovechar las oportunidades que este nuevo escenario presenta. De un lado se verán forzados a adoptar maneras de transporte más costosas que pondrán en riesgo sus modalidades de producción actuales. Pero por el otro también se les abrirán importantes oportunidades. Para identificarlas, conviene repasar rápidamente las implicancias de la adopción de estas nuevas tecnologías.
En primer lugar, las energías renovables necesitan de gran espacio para desplegar parques solares y eólicos, factor que se encuentra muy acotado en Europa. En segundo lugar, estas energías son muy costosas de transportar. En efecto, es mucho menos costoso el transporte marítimo del petróleo y el carbón que transportar electricidad de un continente a otro, lo que requeriría de costosas líneas de transmisión suboceánicas, cosa que por ahora ni el más aventurado de los diletantes climáticos ha osado plantear. Tercero, son muy costosas de almacenar y es allí donde surgen ideas grandilocuentes como la del hidrógeno verde, cuya viabilidad depende de importantes reservas de agua dulce y una logística compleja. En cuarto lugar, el transporte eléctrico requiere de baterías y cables, haciendo de la electricidad una fuente de energía muy intensiva en la utilización de metales y minerales. Finalmente, para que el “sueño verde” se transforme en realidad, será necesario estabilizar la oferta de energía con plantas de generación térmica o nuclear que sirvan de respaldo para días nublados y sin viento.
Repasemos ahora la situación de América del Sur en función de los requerimientos de estas nuevas tecnologías. Chile y Argentina poseen vastas áreas desérticas, muy apropiadas para desplegar parques solares, al mismo tiempo que los vientos de la Patagonia son ideales para generar energía eólica. Argentina, Chile y Bolivia poseen importantísimas reservas de litio, mineral crítico para la fabricación de baterías. Argentina y Brasil poseen una sofisticada industria nacional de exploración y producción de hidrocarburos; en efecto, los ingenieros de YPF y Petrobrás son codiciados en todo el mundo. Paraguay y Uruguay cuentan con importantes reservas de agua; con inversiones en riego y energía a bajo costo podrían multiplicar su capacidad exportadora de alimentos. La lista es larga y no nos podemos olvidar de ese bien común que compartimos: la hidrovía –el Mississippi de América del Sur–, cuya protección tanto desveló al Barón de Rio Branco.
Sin lugar a dudas, América del Sur tiene todo el potencial para aprovechar esta transformación energética. En lugar de dejarnos llevar por la novelería del hidrógeno verde, que implica utilizar nuestra agua y nuestras energías renovables para el beneficio de la industria europea, deberíamos aprovechar la oportunidad para negociar inversiones en nuestra propia industria transformadora.
¿Por qué no podemos aspirar a construir plantas de fertilizantes que reduzcan nuestra dependencia? ¿Cuál es el motivo para que la región deba exportar cobre y litio, para luego importar cables y baterías? Algunos argumentarán que existe una “división internacional del trabajo” y que, en esa “arquitectura económica global”, América del Sur no tiene espacio para un desarrollo industrial propio.
Para los poderes de Davos –que seguramente ya han concebido nuestro propio futuro–, lo único que los desvela es la aparición en el continente de un Getulio Vargas, un verdadero estadista que, ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial, logró extraer de Franklin D. Roosevelt las concesiones necesarias para que Brasil tuviera su primera acería, en Volta Redonda. Con esto, el caudillo de San Borja logró sentar las bases que permitirían convertir a la “república del café com leite” en una potencia industrial. Todo en menos de cuatro décadas.
América del Sur goza de complementariedades que bien explotadas nos permitirían aprovechar esta tan promocionada transformación energética. Desde que Alemania, Francia, Italia y Benelux acordaron en 1951 la formación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, se han mantenido unidos; pero no será posible en América del Sur un desarrollo industrial conjunto de este tipo si cada uno tira del carro para su lado, especialmente si nos dejamos llevar por los cantos de sirenas.
Al examinar rápidamente la lista de los países que integran el Acuerdo del Transpacífico (CPTPP), constatamos rápidamente que Australia y Nueva Zelanda son competidores a los que prácticamente no exportamos. Paradójicamente, los países que sí nos compran son México, Perú y Chile, todos en América Latina. ¿No sería más fácil que el Mercosur procurara acuerdos directamente con estos países de “nuestro Pacífico”? ¿O necesitamos de los contratos formulados por los anglosajones para mejorar alguna “institucionalidad” que beneficie aún más a quienes ya controlan el comercio internacional?
Uruguay no debería desperdiciar esfuerzos y oportunidades para promover la unión del continente detrás de un proyecto económico. Todo indica que la transformación energética nos ofrece una oportunidad única en la historia para potenciar la integración. No es momento tampoco para vender posiciones logísticas en la boca de la hidrovía, al bajo precio de la necesidad, cuando las opciones estratégicas pueden ser varias. Lo cierto es que solos no llegaremos a ningún lado; pero lo absolutamente cierto es que el peor escenario es que alguna gran potencia extraregional nos lleve de la correa.
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