Es una realidad establecida que no hay sector de la actividad económica que no se vea afectado por el fenómeno de la globalización. Este efecto es tan generalizado que una enfermedad que aquejó a suinos desde África hasta China, tuvo por resultado un aumento del precio del asado en Uruguay.
En los últimos tiempos la globalización ha adquirido una dimensión cultural. Una tendencia o moda que surge en un país, se propaga a través de los medios a diferentes puntos del planeta, afectando procesos políticos y culturales domésticos. Es así que un incendio en la Amazonia hizo furor entre ambientalistas europeos, liderados por una adolescente nórdica, que en pocos días estaba intentando impartir instrucciones de actuación a una nación soberana como Brasil. Claro que este tipo de globalización, como su hermana de naturaleza comercial, no es una avenida de doble mano. Si con el incendio de la Amazonia la “opinión pública” mundial puso en el banquillo de los acusados al gobierno brasileño, no pasó lo mismo cuando ocurrió algo similar en Australia. Las imágenes que salieron para el mundo fueron las de guardabosques australianos poniendo vendajes a koalas y otros animalitos indefensos, pero probablemente a los patrocinantes de la ambientalista nórdica no les resultó apropiado condenar al gobierno australiano.
Pero esta globalización va adquiriendo en los últimos tiempos una dimensión aún más preocupante: se trata de la globalización de la influencia política. La paz que siguió a la Segunda Guerra Mundial se basó en el establecimiento de un conjunto de instituciones multilaterales que ayudaron a ordenar y poner en pie un mundo que había sufrido una gran destrucción humana, espiritual y material. Se crearon así las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el GATT y el Fondo Monetario Internacional, cada una de las cuales tenía un objetivo concreto, pero todas partían de un mismo principio fundamental: mejorar la gobernanza, haciéndola más transparente, y permitir a los países pequeños defenderse con la fuerza de la ley. Cuando fue necesario resolver problemas de naturaleza regional, se fomentó la creación de organismos como la OEA y el BID, que contribuyeron a ordenar la política y la economía de América Latina.
Por varios motivos que no vienen al caso, en los últimos años estas instituciones han venido perdiendo influencia y de a poco dejando un vacío. Este vacío viene siendo aprovechado por algunos individuos y grupos económicos, que como en las viejas películas de James Bond, tienen designios sobre el mundo. Y con poderosas billeteras compran todo lo que tienen a su alcance para influenciar procesos políticos donde ponen el dedo. Algunos de ellos han participado abiertamente en campañas en Europa y Estados Unidos, por lo que uno puede imaginar el potencial que tienen si pusieran la mira en Uruguay.
Empezamos a apreciar este fenómeno con la legalización de la droga, la cual contó con un importante apoyo político y económico proveniente del extranjero. Fondos desparramados en forma sustancial en propaganda bajo el formato de campañas de “concientización e información”, contribuyeron a banalizar el hecho evidente que el Estado estaba de alguna manera promoviendo el consumo de narcóticos, con todo lo que ello implica.
No debería sorprendernos entonces cómo un señor que hizo su fama por especular contra países soberanos, haya decidido recientemente poner precio a la cabeza de cualquier líder mundial que no sea de su agrado. Durante la reunión en Davos, el financista George Soros anunció su compromiso de destinar mil millones de dólares para luchar contra “los dictadores actuales y en gestación”, entre otras nobles causas que ha apoyado durante su vida. Todo esto para defender una “sociedad abierta”. Una suerte de moderno Hércules que pretende desafiar a los dioses del Olimpo.
Pero como el financista húngaro es un hombre concreto y de acción, piensa establecer un fondo al que aquellas organizaciones con pretendidas “credenciales democráticas” podrán acudir para financiar sus embates contra sus designados “enemigos”. Bastará con justificar que en su país existe “riesgo emergente” de autoritarismo para que no pase mucho tiempo antes de que el solicitante reciba un giro bancario que le permita financiar su “noble empresa”. Todavía no se conoce el prospecto, pero ya se especula que una tapa de diario alcanzaría para calificar, y luego, según el número de menciones, el puntaje aumentaría proporcionalmente. Si el nombre de la persona o partido considerados “riesgos emergentes” se encuentra a determinada distancia de la palabra “fascismo”, aparentemente la red de Soros pagaría el doble.
Poco importa que este señor haya provocado la quiebra de países como Indonesia y Tailandia, y haya hecho temblar hasta al mismo Reino Unido. Después de todo, lo que hizo, por cuestionable que sea desde el punto de vista moral, era legal. Y en este mundo globalizado, eso es aceptado.
Pero una cosa diferente es que personajes como estos se pongan a jugar a defensores de la democracia global, cuando sus comportamientos comerciales demostraron mayor apego al oro que al bronce. Ni siquiera defiende un concepto como el de la democracia, generalmente aceptado por la mayoría de los ciudadanos del mundo. Por el contrario, defiende su propio concepto de “sociedad abierta” que resuena a las utopías socialistas que terminaron con las grandes masacres del siglo XX.
Lamentablemente, estas fuerzas se vienen haciendo lugar en la política uruguaya. Casi sin darnos cuenta financian programas universitarios, medios, políticos y periodistas. Las formas son muchas. En sí no hay nada de ilegal en esto. Pero aquellos que cacarean permanentemente sobre los valores republicanos, la democracia, la gobernanza, etc., deberían reconocer que lo peor que nos podría ocurrir como nación es que fuerzas extranjeras difusas, con gran poder económico, tengan influencia sobre la ciudanía. En esto no tenemos ninguna duda. Esta gente no tiene nada que hacer con nuestras instituciones, nuestros valores, y por qué no, nuestra Patria.
Costó mucho llegar a la democracia y las libertades que disfrutamos como herederos de la civilización greco-latina. No podemos hipotecarla en manos de radicales extranjeros que, como los viejos bucaneros, no tienen ni territorio ni bandera, sujetando de a poco a la ciudadanía al peor de los imperios, el del pillaje.