Los medios y sus comunicadores, insumen con repetitiva insistencia, el mayor tiempo de sus espacios, en participar a la gente en la angustia que origina la crisis sanitaria, que a mayor o menor grado, ha venido desde los últimos días del pasado año, sacudiendo a todos los habitantes del planeta. Y este nuevo virus que recorrió el mundo con velocidad espeluznante, hace de cortina de humo a todos los otros azotes que veníamos padeciendo previamente y que vamos a seguir padeciendo el día después, cuando finalice el imperio del COVID-19, ya sea por la acción de la vacuna que se aproxima, ya sea cuando desaparezca por muerte natural, como ocurrió con todos los anteriores microrganismos dañinos a la salud humana que lo precedieron.
Ahí nuevamente va a quedar al desnudo la verdadera pandemia: la crisis cultural.
¡Cuidado con las palabras!
Crisis es un término muy apetecido por ciertos anovedados – y bastante dogmáticos – en disciplina económica, en la medida que trae aparejada una idea de cambio. Para estos pescadores de río revuelto, que confunden apropiación indebida (hurto) con bondadosas “oportunidades” la palabra siempre ha ejercido una deleznable seducción, dado que el término significa ruptura del equilibrio, un dinamismo no usual para atizar intenciones aviesas, que aportan esas “saludables” turbulencias económicas, para una parte miseria y para la otra parte acumulación de riqueza…
Retomando el hilo de nuestro enfoque, el historiador y filósofo británico Christopher Dawson (analista de la obra de Toynbee) constata que las crisis no se presentan como fenómeno simple. “No están limitadas a un estado ni a un continente, tienen incidencia universal. La crisis que ha azotado al mundo moderno no es meramente una crisis económica. Compromete el futuro de toda la cultura occidental, y, por lo tanto, el destino de la humanidad…”
Pero si pretendemos comenzar a revertir esta calamitosa decadencia, que comienza por ir paso a paso, demoliendo los valores en que reposa la Civilización, debemos ofrecer batalla a esta pandemia, sí verdadera, sí virulentamente letal.
Y para que nuestra marchita Civilización comience a reverdecer es necesario escuchar, a los grandes pensadores, a los espíritus superiores que han venido dando sensibles señales de alarma.
En este número (en otra sección) evocamos los doce años de la muerte del escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn. Como todo profeta fue disimulado por ambos bandos del mundo bipolar.
“Nuestro Siglo XX ha demostrado ser más cruel que los siglos precedentes y los horrores de sus primeros cincuenta años no se han borrado…”, le recordaba a los académicos suecos en su discurso escrito, que fue leído en su ausencia en Stolkolmo. “Nuestro mundo está siendo sojuzgado por las mismas viejas pasiones de la época de las cavernas: codicia, envidia, descontrol, mutua hostilidad; pasiones todas ellas que, con el paso del tiempo, se han conseguido seudónimos respetables tales como lucha de clases, conflicto racial, disputas sindicales… El mundo está siendo inundado por la desvergonzada convicción de que el poder puede hacer cualquier cosa y la justicia no puede hacer nada…”.
Y más adelante, disintiendo con la trillada dicotomía Este-Oeste, le recuerda a los intelectuales de Occidente, enraizando su pensamiento con el de su mentor de un siglo antes “… Los Demonios de Dostoievsky – aparentemente una pesadilla provincial fantasiosa del siglo pasado – se están diseminando por todo el mundo ante nuestros propios ojos, infectando países en dónde ni se los ha soñado siquiera…”
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