El 5 de febrero de 2017, en una entrevista con el comentarista Bill O’Reilly de la cadena televisiva Fox (órgano oficioso de Wall Street), Donald Trump fue preguntado: “¿Por qué respeta a Putin, si es ‘un asesino?’”. A lo que Trump le contestó con mucha calma: “Respeto a mucha gente, pero no significa que me vaya a llevar bien con ellos”. Y expresó también que al presidente ruso le respeta porque “es un líder para su país”, y agregó: “Creo que es mejor llevarse bien con Rusia, y si Rusia nos ayuda en la lucha contra ISIS y el terrorismo islámico en todo el mundo, eso es bueno”. Sin embargo, Bill O´Reilly insistió: “Pero Putin es un asesino, un asesino”
A lo que Trump contestó: “Hay muchos asesinos, muchos asesinos… ¿te crees que nuestro país es tan inocente?”. O’Reilly se quedó callado unos instantes y Trump repitió la pregunta. Entonces el presentador afirmó: “No sé de ningún líder del Gobierno de nuestro país que fuera un asesino”. A lo que Trump le responde: “Echa un vistazo a lo que hemos hecho, hemos cometido muchos errores, yo estuve en contra de la guerra de Irak desde el principio”. “Murió mucha gente, hay muchos asesinos por ahí, créame”.
Estados Unidos de Norte América se ha ido transformando desde aquel noble punto de partida independentista, de una mansa comunidad de pacíficos y probos puritanos, en una colectividad manipulada por agresivos halcones, que la fueron transformando en el correr del tiempo en la nación militarmente más agresiva en el concierto mundial.
En casi 250 años de vida independiente, participó en 400 guerras, la gran mayoría meticulosamente organizadas por sus conductores políticos –visibles y no visibles– conflictos hábilmente recubiertos con un halo de amor a la humanidad y a la justicia.
Una independencia llamada a ser historia
Un hito inocultable de la historia moderna lo constituye la emancipación de las 13 Colonias de Gran Bretaña en América del Norte, fenómeno que se inició en 1775 y culminó 1783 con la derrota británica con la batalla Yorktown y la firma del Tratado de Paris. El 4 de julio de 1776, Thomas Jefferson redactó el texto que sirvió de base a la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Todo hacía pensar que Inglaterra en muy pocos días sofocaría el intento de rebelión. Los rebeldes apenas contaban con un ejército de 5.000 hombres mandados por oficiales inexpertos, muy mal armados y casi sin armas ni municiones.
Lo que inclinó rápidamente la balanza a favor de los insurrectos fue la intervención de los Reinos Borbónicos: la Francia de Luis XVI y la España de Carlos III que firmaron una alianza con los colonos en febrero 1778, firmando en secreto ambas naciones, el tratado de Aranjuez y le declararon la guerra a Gran Bretaña. Con la movilización de la flota conjunta dejando a la nación colonialista en inferioridad bélica.
En 1781, los soldados británicos fueron rodeados en Virginia por un ejército de combatientes franco-estadounidense en Yorktown, que obligó a rendirse al general Cornwallis y obligó al gobierno británico a proponer la paz. Así nacieron a la independencia los Estados Unidos de Norteamérica.
De las 13 colonias independizadas, sólo una, Maryland “tierra de María” (formada por católicos) no estaba conformada por los descendientes de rígidos disidentes religiosos puritanos de las guerras civiles de Inglaterra del siglo XVII.
A partir de ese hito, los colonos emancipados utilizaron su independencia pacíficamente en aplicar un severo proteccionismo económico (Hamilton y no Rivadavia) para afianzar una industrialización que los hizo crecer entre fronteras.
La nueva gran nación del norte cambia su rol
Pasadas dos generaciones, es decir 60 años después, a Estados Unidos le comienza a surgir la primer fiebre belicista y es con afán de ensanchar sus fronteras. En 1846 estalla la guerra mexicano-estadounidense, conflicto bélico que desembocó en la cesión por México de más de la mitad de su territorio a Estados Unidos, que comenzó con la separación del estado de Coahuila y Texas. Un año después de conquistar la capital mexicana, EE. UU. obliga a los mexicanos a firmar el tratado de la paz de Guadalupe-Hidalgo en la que los agresores se anexionaron los territorios de Alta California, Nuevo México y Texas.
No fue una confrontación demasiado sangrienta, dado que previamente una parte de la élite mexicana ya había sido doblegada con prebendas por los futuros invasores.
Mucho tuvo que ver en esta intriga un personaje, mezcla de agente de espionaje, disfrazado de diplomático llamado J.R. Poinsett.
En esta etapa de expansión, hay un componente contra las diversas comunidades indígenas que en la América del Norte eran tan o más organizadas que en la del Sur. Hollywood durante décadas se especializó en estas historias, donde siempre se confrontaban militarmente buenos y malos. La reticencia de los anglosajones al mestizaje culminaba en aquel aforismo de que “el mejor indio, es el indio muerto”.
Al poco tiempo la nueva nación –ya con dimensión bioceánica– conoció sí un confrontación muy sangrienta, que fue la guerra civil que duró 4 años, conocida como de Secesión. Entre 1861 y 1865 se enfrentó el norte industrializado con el sur agrícola, donde el pretexto de la esclavitud africana no fue más que eso, un pretexto. En realidad, la causa de fondo era el intento de independencia de los estados sureños. El último tramo de esta guerra cobra una ferocidad salvaje, actuando como una premonición de las futuras intervenciones militares de un EE. UU. que comenzó a autoconvencerse de ser la policía universal, inducidos de un supuesto destino manifiesto. Baste recordar la irrupción del general Sherman (el incendiario de Atlanta, disimulado en la superproducción conciliatoria de “Lo que el viento se llevó”), con su estrategia de tierra arrasada, quema de cosechas, de viviendas, masacre de mujeres, niños y ancianos. La filosofía de ya no golpear solo objetivos militares sino sembrar el terror dentro de la población civil.
Nadie puede poner en duda la grandeza del presidente Abraham Lincoln y sus nobles intenciones desde el inicio. Pero él tenía muy claro que cuando se consolida un gran Estado, se debe evitar por todos los medios su desmembramiento. Y poseyó la suficiente claridad de ubicar a sus verdaderos adversarios que lo llevó al extremo de afirmar: “Tengo dos enemigos, por un lado, al general Lee quien me combate de frente y al que tarde o temprano lo vamos a obligar a capitular. Pero, por otro lado, tengo un enemigo mucho más peligroso que está al acecho de apuñalarme por la espalda y que será mucho más difícil lograr vencer: los banqueros de Wall Street”. Proféticas palabras que anunciaron su asesinato, ejecutado por un actor de teatro que actuó de sicario que nada tenía que ver con los Confederados del Sur ni con la esclavitud, pero puso prematuramente fin a su vida.
La hipocresía, la mayor de las miserias humanas
El hambre viene comiendo dice un viejo y castizo proverbio. Así en el siglo XX, la que debiera haber sido una nación rectora de un comportamiento acorde a sus principios religiosos, da inicio a la mayor escalada de sangrientas intervenciones militares a lo largo del mundo.
Destaquemos solo algunas, las más grandes y más aberrantes en su forma de violar las reglas más elementales de la guerra, si es que esta calamidad vieja como el mundo las posee.
No hay duda que la más desagradable de las miserias humanas es la hipocresía, la que el dramaturgo francés Moliere inmortalizó en sus grandes obras teatrales (Tartufo, El Avaro, etc.). Mezclar la guerra con sus consecuencias de dolor, sangre y muerte, con grandes ideales altruistas, es de pésimo gusto.
En 1914 EE. UU., presidido por Woodrow Wilson, desencadena una sangrienta guerra, nuevamente contra México. Hay acciones bochornosas como el bombardeo contra la población civil del Puerto de Veracruz. Aún hoy sobreviven las cicatrices allí dejadas. Y con el pretexto de asegurar algunos gramos de democracia, se oculta que en realidad la verdadera causa era que el perfil de jefe de Estado, el general Victorino Huerta, no parecía lo suficientemente dócil a los mandatos de Washington.
La brutal visión geopolítica del Almirante Mahan, que nada tenía que envidiarle a las de Hitler y Rosemberg en su proyecto de expansión alemana hacia el este para someter a los eslavos a la esclavitud, comenzaba a llevarse a la práctica
Europa debe cederles el cetro del poder mundial
Vayamos a la intervención en el brutal conflicto europeo que significó La Gran Guerra. El pretexto era que se intervenía en esa guerra para que por razones humanitarias no hubiera nunca más guerras. Por eso con ironía se le llamó la Primera Ultima Guerra Mundial.
Pero en este conflicto bélico que computó más muertes que todas las guerras sumadas de los 100 años anteriores, para alegría de los malthusianos. Hay una decisión siniestra que se la ha mantenido lo más oculta posible, pero que algo se fue destapando con motivo de la aparición del covid-19. Las evaluaciones más serias contabilizan 10 millones de militares y 15 millones de civiles abatidos por acción de operaciones militares, lo que sumaría 25 millones de víctimas.
Lo que se ha tratado de ocultar es que el otro tanto de caídos con lo que se completa los 55 a 60 millones, no fueron víctimas de la guerra en sí, sino de una pandemia llevada a la Europa en pleno combate en los buques de Estados Unidos, después de haberle declarado la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917. Allí participaron un total de 4.734.991 estadounidenses.
Pero con los combatientes viajaba un arma más letal que la artillería o los gases tóxicos. Se trataba de la mal llamada “gripe española” iniciada por primera vez en en EE.UU. a fines de 1916 en 14 de los 16 campamentos de confinados, la mayoría de ellos producto de la leva en masa que se imponía “democráticamente”. España fue el único gobierno que hozó denunciar este flagelo después de instalado en Europa, que también atravesó los Pirineos, por tratarse de uno de los pocos estados europeos neutrales.
Antes de partir el primer contingente se le advirtió con preocupación al presidente Wilson de la peligrosidad de esta pandemia que apuntaba a matar como moscas a los jóvenes y más fuertes, es decir a los futuros combatientes. El presidente respondió a los que le advertían, que después de hablar con el general Peyton C. March, el jefe de Estado Mayor del Ejército, llegó a la conclusión que suspender el traslado con enfermos incluidos, debilitaría a sus aliados. Conviene recordar que hacia unos meses se había iniciado entre los beligerantes una fuerte ofensiva para un alto al fuego, encabezada el papa Benedicto XV, y que ya Austria y Alemania estaban de acuerdo. No así los aliados occidentales que esperaban la irrupción del voluminoso contingente que compensara la caída de Rusia en manos de los revolucionarios patrocinados por el alto mando alemán.
A 20 años de este holocausto, tal como lo anunció el general francés Ferdinand Foch, con motivo del Tratado de Versalles, no se puede dejar de evocar las instrucciones de EE. UU. a Londres –cuando ya poseían el pleno dominio del aire– de no buscar objetivos militares, sino aterrorizar a la población civil con bombardeos indiscriminados de noche y de día de las ciudades alemanas. Basta ver las imágenes de las montañas de escombros a que fueron reducidas ciudades como Dresde, Hamburgo, Colonia, Núremberg, etc.
Dejamos para otro capitulo las seguidilla de ominosas guerras, cuyos crímenes ningún tribunal hasta ahora hozó juzgar, como la de Vietnám, Irak, Siria, etc. con las que se completarían las 400 intervenciones fuera de fronteras.
En esta inescrupulosa estrategia culmina con Hiroshima y Nagasaki donde no había ningún objetivo militar, se masacraron poblaciones enteras. ¡El mayor genocidio de la historia de la Humanidad sigue impune!
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