Nadie puede dudar de que el mundo está cambiando. Lo que era una verdad inamovible hace más de cincuenta años, en la escena global, hoy parece haber entrado en un proceso de degradación o transformación, según cómo se mire.
El gran problema de atentar contra las normas que regulan la interacción entre los Estados es que la figura del Estado como tal puede ser vulnerada, como le sucedió a México la semana pasada en su embajada en Ecuador. Porque no hay que olvidar que la noción misma de soberanía no emana únicamente de la población que, soberanamente –valga la redundancia–, elige un gobierno, sino que también se debe al reconocimiento que hacen los Estados a la soberanía de otro Estado.
La primera norma quebrantada por Ecuador en su asalto a la embajada mexicana fue la inviolabilidad de las embajadas que se encuentra en el artículo 22 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961. Este principio ha significado considerar a las embajadas como extensiones territoriales de los países que representan. La segunda norma infringida fue el derecho de asilo,que tiene su origen en la Convención sobre Asilo Diplomático adoptada en Caracas en 1954.
En esa línea, la incertidumbre global actual, ocasionada por los conflictos bélicos entre Rusia y Ucrania y las tensiones en Medio Oriente, parece haber tenido un efecto contagio, porque en la medida en que se han hecho transgresiones al derecho internacional público por parte de algunas naciones que deberían ser de referencia, también se ha abierto un hueco para que el desorden se replique en otras regiones, como en América Latina.
El problema de la falta de cumplimiento de las normas internacionales –que permitieron desde la Segunda Guerra Mundial el desarrollo del comercio y de la economía a nivel global– supone no solo una amenaza al orden establecido, sino también una pérdida de seguridad y de justicia entre las naciones. Por eso, lo que sucede en Medio Oriente y en el Este de Europa, pero también lo sucedido en la Embajada de México en Ecuador, parece ser un síntoma no de que las relaciones internacionales parecen haber alcanzado su punto más álgido en lo que va del siglo XXI, sino de que las normas internacionales parecen haber perdido credibilidad.
De esa forma, América Latina parece tener un doble desafío por delante. Por un lado, proteger su tradición institucional frente a cualquier tipo de agresión interna o externa, y por otro, el deber de desarrollar su economía en un mundo en que la inestabilidad predomina.
El País de Madrid publicó en la mañana de ayer un artículo titulado “Latinoamérica: de la crisis al conflicto diplomático permanente”, en el que se hacía referencia no solo a lo sucedido recientemente en Ecuador y a otros problemas diplomáticos que ha enfrentado región en las últimas semanas, como el desencuentro entre Colombia y Argentina a raíz de las declaraciones de Milei sobre su homólogo Petro, o el reclamo del Esequibo por parte de Venezuela, sino también a las dificultades estructurales económicas y sociales que hemos enfrentado en los últimos años, cuando los niveles prepandemia todavía no se han podido recuperar. Por otra parte, esta crisis económica también ha abierto aún más la brecha de entrada a las organizaciones criminales trasnacionales, que tienen capacidad de perforar las estructuras del Estado y aprovecharse de la vulnerabilidad de los quintiles más bajo de la sociedad, generando aumento de violencia, adicciones y otra serie de problemas.
Con ese contexto regional a cuestas, frente a la situación global actual, las perspectivas no parecen para nada alentadoras. Y parecería necesario volver a plantearse cuál es el papel que la soberanía nacional y regional debería tener -en un sentido estratégico- tanto para proteger sus intereses como su integridad. Resultando evidente que la forma más efectiva de defender nuestros objetivos como Estado implica, sí o sí, el desarrollo de una política exterior válida, que sepa ante todo defender la legalidad del orden internacional vigente.
Lamentablemente, hoy parece estar en olvido la tradición diplomática que ha hecho de nuestro pequeño país un gran interlocutor reconocido en la escena internacional. En un momento en que Uruguay y sus vecinos buscan ampliar sus mercados para superar las dificultades que supusieron eventos como la pandemia, la inflación y la sequía, este contexto debería significar una excelente oportunidad para fortalecer el Mercosur hacia adentro, pero también para hacerlo eficiente hacia afuera. Para que de esa forma el bloque cumpla definitivamente la tan mentada función de inserción internacional. No hay que olvidar lo que expresó en esta edición de La Mañana el magíster en Estrategia Nacional Gustavo Vila: “El conflicto realmente nos va a afectar si hay una guerra generalizada en el Medio Oriente”.
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