La constitución alemana define el domingo como un día de descanso y edificación espiritual. Como resultado, los domingos es difícil encontrar un comercio abierto, especialmente en las ciudades más prósperas y con mayor calidad de vida como es el caso de las sureñas Munich y Stuttgart.
Un obispo de la Iglesia anglicana advertía hace años de una “pesadilla Orwelliana”, refiriéndose a cómo la compulsión a comprar y gastar “24/7” amenaza la necesidad básica del ser humano de pasar tiempo rodeado por su familia y amigos.
Si bien la religión cristiana –como todas las abrahámicas y en general las principales confesiones positivas- incorpora este principio básico de salud mental y familiar, en su sustancia esto no tiene conexión con la religión. De hecho, la Alemania actual es un país secular en el que la Iglesia tiene menos influencia que en otros países del sur europeo, en los que se puede pasar el domingo gastando lo producido del trabajo.
Los intereses de los grandes centros comerciales intentan desde hace años derogar esta ley, pero por ahora los alemanes continúan fieles a su tradición de salir a caminar con su familia y amigos por las calles de sus ciudades, acudiendo a ferias comunales y parques de diversiones, y por qué no, yendo a un biergarten a tomar una cerveza compartiendo una mesa con extraños.
Esto fomenta la construcción del tejido social. Todo lo contrario es lo que ocurre cuando los ciudadanos se internan como pollos en moles de cemento con luz artificial, algo sobre lo que la joven ambientalista nórdica aun llamativamente no se ha expedido. Esto sin siquiera entrar a discutir sobre un ámbito que de forma notoria divide la sociedad entre los que pueden comprar y los que la miran de afuera, haciendo evidente que la ruptura del principio de solidaridad se produjo hace ya mucho tiempo.
Estados Unidos ha sido la cuna de estas modernas “catedrales del consumo”, como las llama el sociólogo George Ritzer. Sin embargo, la tendencia se viene revirtiendo, y la recuperación de barrios enteros abandonados al control de los narcotraficantes se cimentó en el retorno de los pequeños comerciantes de barrio, que con su variedad y especificidad alegran la vida de una ciudad. Esto, a su vez, invita a que las familias retornen a circular tranquilamente por las calles, mejorando así la seguridad de la ciudad. Además, los pequeños comercios generan más empleo y desarrollan un vínculo con su vecino –antes que cliente – que es mucho más profundo que el meramente transaccional.
En Uruguay, el entramado social se viene deteriorando a pasos agigantados. El Estado debería analizar si al aplicar normas que penalizan a los pequeños comerciantes no está indirectamente avivando el fuego de la inseguridad. Resolver el problema de la delincuencia es una empresa multidisciplinaria, haciendo uso de uno de los términos favoritos de los sociólogos progresistas, los cuales vienen fracasando con éxito en la resolución de este grave problema que aqueja a los centros urbanos de nuestro país.
Mano a mano que los ciudadanos se convierten en consumidores, y los industriales en importadores, la tan mentada república se va degradando en una mera mediadora de intereses comerciales que alejan a la Nación de la sagrada protección al trabajo.
Con el tiempo, el productor que vende su propio producto o el de su comunidad se va extinguiendo de a poco. Los panaderos se convierten en empleados de panificadoras industriales, pasando de un producto hecho en casa a uno industrial, en el cual para saber los ingredientes hay que graduarse en química. Proceso que a su vez justifica la presencia del Estado, que con sus iniciativas de etiquetados, saleros fuera de las mesas y otras cosas alejan cada vez más al individuo de una experiencia humana para convertirlo en un autómata al que el Estado le programó desde el nacimiento lo que tiene que hacer, suplantando la providencia por una burocracia no exenta de intereses terrenales. Todo siempre bajo el conveniente manto del republicanismo y la libre decisión del consumidor, término que ha ido reemplazando al de ciudadano.
En 1979, Joan Didion escribió que los centros comerciales se han convertido en “ciudades en que nadie vive pero todo el mundo consume”. La contracara es la vida extramuros, donde todos los días vemos desaparecer un quiosco, una panadería y una carnicería. Ni que hablar de los míticos canillitas, que se ganaban un empleo ayudando a vender los diarios entre los vecinos y en transporte colectivo. Si antes trabajaba en un quiosco con la supervisión de un adulto que hacía las veces de padre, el canillita de hoy es un adolescente que probablemente cayó presa de una banda de narcotraficantes barriales. ¿Dónde está el verdadero progreso de esta “innovación”?
Los economistas son tan hábiles en hacer cálculos de eficiencia como pícaros en esconder las externalidades que estas supuestas ineficiencias esconden. Al final de cuentas, la libertad no es plena si asistiendo pasivamente a una ruptura de la solidaridad, no aseguramos la digna existencia de los ciudadanos.