A 42 años de la operación Rosario, y en un contexto global no exento de incertidumbres, la cuestión de las islas Malvinas vuelve a estar en discusión. Los anuncios unilaterales del gobierno británico de avanzar en la construcción de un puerto oceánico y la reciente visita de David Cameron a las islas reavivan el debate sobre la soberanía del Atlántico Sur.
Cuando analizamos cuestiones geopolíticas, no podemos únicamente remitirnos a los hechos contemporáneos, sino que en la mayoría de los casos resulta imprescindible profundizar en los factores históricos, y el caso de las islas Malvinas no es una excepción.
En primer lugar, hay que decir que el origen del problema estuvo en la competencia entre el Imperio británico y español por el dominio de los mares y de las tierras americanas. Como bien señala Methol Ferré, “la guerra incesante entre el poder inglés en ascenso y el español en declinación tiene hondísima repercusión en la configuración de América Latina. En efecto, engendra como consecuencia la frustración de la unidad nacional ibérica, secesionando al Portugal de España. Y esa unidad nacional frustrada se proyecta a su vez en América Latina, dividiéndola de Brasil. ¿Pues qué es el portugués sino un gallego separado? De esa lucha con el poder inglés que instrumentalizaba a Portugal como cuña, surgirá nuestro país. Nacemos de la tensión entre la Colonia del Sacramento y Montevideo, es decir, España y Portugal (Inglaterra). Venimos ya al mundo como frontera de conflicto y base de penetración en el Atlántico Sur y el corazón sudamericano”.
De esa forma, la configuración del orden geopolítico del Atlántico Sur tuvo sus raíces en el siglo XVI, con la derrota de la llamada “Armada invencible” española en manos de Inglaterra. Esta victoria de los ingleses determinaría un nuevo orden marítimo, en el que lema sería: “Libertad de navegación”, y al mismo tiempo terminaría por separar a Portugal de los reinos españoles, siendo una victoria geopolítica también en la Europa continental.
Así, el Imperio español inició un periodo de decadencia que culminó con la pérdida de sus colonias y la fragmentación del que otrora fue el virreinato en manos de la diplomacia inglesa. Y aunque la soberanía española sobre las islas Malvinas habían sido heredadas tras la independencia al gobierno argentino en 1820, tan solo trece años más tarde, el Imperio británico tomó posición de las islas expulsando a la guarnición argentina que las custodiaba, al encontrarse estas últimas en inferioridad de número y condiciones.
Esta ocupación británica de las islas, según explicó Methol Ferré en una conferencia sobre este tema en 2002, estaba ligada a la doctrina Monroe de 1823, que había sido impulsada en el gobierno norteamericano por Inglaterra, especialmente por George Canning, para evitar indirectamente la competencia de otras potencias europeas en América Latina. Por eso la ocupación de las Malvinas en 1833 fue un símbolo de la hegemonía angloamericana en nuestra región. En esa línea, Methol Ferré afirmaba que en 1982 “el verdadero ocupante de las Islas Malvinas es los Estados Unidos y no Inglaterra, por una cosa obvia y evidente estratégicamente. Los países en serio hacen las cosas que se necesitan. No hacen actos superfluos, digo, actos importantes superfluos. Las Malvinas cumplían un gran rol en la lógica del dominio mundial de los océanos y del comercio oceánico inglés en el mundo. Era un imperio esencialmente marítimo y necesitó una red de bases en el mundo que le permitiera el control de los pasajes vitales de todos los mares y océanos y por eso las Malvinas tuvieron ese papel, en esa red mundial. Pero desaparecido notoriamente el Imperio, ¿qué interés fundamental tiene Inglaterra en controlar los accesos del Océano Atlántico y del Océano Pacífico? Pienso que el interesado verdadero es Estados Unidos de Norteamérica, y que eso es lo que explica su beligerancia. Es que los Estados Unidos, hoy el mayor poder mundial oceánico, necesita el control del pasaje y encuentro del Océano Atlántico Sur con el Océano Pacífico, lo necesita por una cosa de una evidencia notoria: el Canal de Panamá tiene una fragilidad extraordinaria en el mundo de las armas contemporáneas, con un solo misil se termina el Canal de Panamá”.
Por eso, cuando en 1982 Argentina resolvió volver a ejercer su soberanía sobre el Atlántico Sur, lo que estaba en juego para las potencias occidentales era el dominio –de los vencedores occidentales de la Segunda Guerra Mundial– sobre el nuevo modelo de globalización. Y la respuesta angloamericana fue contundente en ese sentido.
De hecho, los acontecimientos de 1982 cobran una verdadera significación a la luz del siglo XXI, y sobre todo considerándolo desde la perspectiva de lo que sucede en el contexto internacional actual. No en vano Inglaterra ha continuado desplegando armento en las islas, lo que ha sido denunciado por la Cancillería argentina en varias ocasiones. Pero, además, la futura instalación de un puerto de aguas profundas en las Malvinas implica un posicionamiento en el Atlántico Sur, en un punto geoestratégico para el control regional y clave en la proyección a la Antártida. Además, la inmensa cantidad de recursos que ofrece la zona tiene un potencial económico enorme, pues el puerto podrá recibir embarcaciones que van desde cruceros hasta petroleros.
En definitiva, la cuestión de las Malvinas y el Atlántico Sur no debería ser un problema únicamente argentino, sino que debería ser un asunto sudamericano en primer lugar. Considerando la fragmentación de nuestra América, sería el Mercosur como bloque el que debería sentirse circunstanciado con esta causa. Porque más allá de que el Mercosur arrastre enormes falencias e ineficacias, es el único instrumento disponible que tenemos para interactuar con las grandes potencias en un plano de relativa equivalencia. Y, sobre todo, debería ser de interés de todo el Mercosur resolver este problema, porque no solo es una amenaza por la soberanía regional, sino que además limita la capacidad económica del bloque, y también la defensiva en un posible contexto bélico.
En esa línea, la competencia geopolítica y comercial entre las potencias occidentales y China, vuelve a ubicar a las Malvinas en un lugar crucial. Seguramente, esos sean los motivos por los que una muy decaída Inglaterra que apenas puede sanear sus propias cuentas mueve fichas en el hemisferio sur. Obviamente, no se trata de una renovación de su vocación imperialista, pero sí podría decirse que tanto Europa como Estados Unidos vuelven a poner sus ojos en la región con renovado interés.
Por eso, la visita del secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido, David Cameron, a las Islas Malvinas, en donde expresó su deseo de que fueran por siempre británicas, al tiempo que Londres ampliaba unilateralmente el espacio marítimo de las islas del Atlántico Sur, evidenció una nueva etapa en el conflicto por la soberanía del archipiélago. De hecho, el gobierno argentino convocó a la embajadora británica, Kirsty Hayes, para que explicara las medidas adoptadas, reflejando no solo un aumento de la tensión, sino quizás un cambio de actitud, aunque muy tibio, por cierto.
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