Existen varias formas de definir una élite. Las élites ideales, como sostenían los antiguos filósofos, constituían una “élite natural” en virtud de su carácter ejemplar, su aptitud y su ética de trabajo. Era así comprensible que unos pocos ascendieran desde todos los ámbitos de la vida a posiciones de poder, influencia y en ocasiones riqueza. Pero esa meritocracia natural, por razones obvias, rara vez conduce a una igualdad de resultados. Nuestra idea actual de las élites aparentes podría definirse atendiendo a su dinero e influencia. Pero el dinero por sí solo –incluso en las enormes sumas que se encuentran ahora en Wall Street y en Silicon Valley– no es el único parámetro para definir una élite. Donald Trump es un multimillonario con mucha influencia y vive en consecuencia. Sin embargo, pocos de nuestra “élite” le considerarían un alma gemela. Lo mismo ocurre con Elon Musk. Es el hombre más rico del mundo. Pero la élite lo desprecia y lo condena al ostracismo. El origen en sí mismo ha perdido un poco de lugar frente a la influencia de los bien conectados y a la filiación profesional.
En el siglo XXI, otros criterios de élite parecen contar tanto como los antiguos marcadores de alcurnia, dinero y localización. La “certificación”, definida como los diplomas de las escuelas universitarias y de posgrado “correctas”, es esencial para un currículum de élite. El sentido de la certificación es que supone la marca de ganado para abrir las puertas de la red y potenciar incluso los banales argumentos de las autoridades. Un MBA de Harvard o un BA de Princeton no son difíciles de obtener. Pero entrar en esos lugares en un principio para obtener esa certificación sí que era difícil. Y ya sea que en el pasado fuera una cuestión de ser blanco, rico y bien conectado, o en el presente ser no blanco, mujer y bien conectado, la clave está en unirse a un club de élite, no en justificar la pertenencia a él por la excelencia actual y futura demostrable…
Cuanto más aumenta el número de multimillonarios de Silicon Valley, más nos adentramos en el mundo de “1984”, sustituyendo meramente a los “hombres G” de J. Edgar Hoover por los despiertos y trajeados James Comey, Andrew McCabe, Peter Strzok, Lisa Page y Kevin Clinesmith (ndr, directores de agencias de información como el FBI) o por legiones de nerds con botones de cancelación sentados frente a filas de computadores en Menlo Park (ndr, localidad icónica de Sillicon Valley).
Victor Davis Hanson, en “Nuestra elite no es ninguna elite”, American Greatness
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