Al salir de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos de Europa Occidental se encontraron, por accidente y por designio, con intereses controlantes en partes sustanciales de sus sectores financieros e industriales nacionales. Esto en parte fue deliberado: la convicción de los gobiernos de centro-izquierda de que su rol correcto era poseer y controlar las “alturas de mando” de la economía. Sin embargo, en gran parte fue algo accidental, el resultado de empresas deficitarias que se consideraban demasiado grandes para fracasar y de empresas en las que los privados no estaban dispuestos a invertir en realizar una expansión a una escala suficiente. En Italia, por ejemplo, el gobierno era propietario de los mayores bancos; de los ferrocarriles; de las emisoras de radio y televisión; y de monopolios o grandes empresas de acero, petróleo, energía eléctrica, teléfonos, cigarrillos, aeronáutica y líneas aéreas, autopistas de peaje, seguros, automóviles, equipamiento eléctrico e incluso pasta. En Francia, hasta 1981, el Estado era propietario de los bancos estatales –que representaban cerca del 85 por ciento de todos los depósitos–, las principales empresas de seguros, ferrocarriles, automóviles, tabaco, radiodifusión y televisión, electricidad, gas, teléfono, transporte marítimo, electrónica y muchos otros. A pesar de este papel económico dominante del Estado, o debido a él, Francia se modernizó y creció tan rápido como Alemania, su imponente vecino, para la sorpresa del mundo y especialmente de los propios franceses. Y las empresas controladas por el Estado marcaron el ritmo y lideraron el camino.
Sin embargo, durante los últimos veinticinco años, estos países de Europa Occidental, junto a gran parte del resto del mundo, han privatizado activamente sus participaciones estatales. Han reducido la propiedad gubernamental. Han reducido los esfuerzos directos de sus gobiernos para influir en los resultados del mercado. La privatización y el desmantelamiento de la política industrial activa echaron raíces incluso en la Europa continental, donde contó con la ayuda de una fuerza particular y poderosa, la Unión Europea. Esto se tradujo en el persistente desmantelamiento de los principales instrumentos de la política nacional de regulación industrial – subvenciones, protección, compras preferentes y normas, reglas y reglamentos ingeniosos.
Stephen S. Cohen y J. Bradford DeLong, en “El fin de la influencia” (2010)
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