En las primeras horas de la mañana del 19 de febrero de 1937 –hace casi veinticinco años– moría en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires Horacio Quiroga. Moría por su propia mano, porque estaba seguro de padecer una enfermedad incurable, porque sentía haber cumplido su trágico destino en la tierra. A su muerte no faltaron los homenajes oficiales ni los discursos conmemorativos; no faltó la apoteosis organizada en nuestro país, y en su tierra natal, Salto, por manos muy amigas. Pero la verdad es que esos homenajes y esa apoteosis y esa sincera amistad, no desmentida hasta hoy, eran impotentes para disimular un hecho: Quiroga se moría completamente solo. Porque el afecto de algunos familiares y amigos, y la representación oficial promovida por estos mismos no eran suficientes para compensar el silencio con que las nuevas generaciones de entonces rodearon su nombre.
Martínez Estrada, a quien Quiroga llamó su hermano menor, entregó a Sur, la revista de la avant-garde literaria de aquel momento, unas hermosas palabras. Al ser publicadas, fueron precedidas por una nota de la redacción en que se declaraba: “Un criterio diferente del arte de escribir y el carácter general de las preocupaciones que creemos imprescindibles para la nutrición de ese arte nos separaban del excelente cuentista que acaba de morir en un hospital de Buenos Aires. Como testimonio de respeto a su memoria, en un país donde solo atreverse a tener ideas y osar expresarse en términos de belleza implica un heroísmo, transcribimos hoy las palabras pronunciadas por Ezequiel Martínez Estrada frente al cuerpo de Horacio Quiroga”.
La reserva y hasta la reticencia crítica de estas palabras son ejemplares. No corresponde censurarlas ya que expresan, lealmente, una discrepancia de orden estético. Pero su valor como índice de una actitud sí merece ser subrayado. Son el mejor epitafio de la literatura triunfante entonces: epitafio para Quiroga en 1937; epitafio para ella misma ahora. Porque los casi veinticinco años transcurridos desde aquella fecha han cambiado totalmente la estimativa. Ahora es la avant-garde de Sur la que parece arriére-garde (clasicismo, academismo); y ahora es Horacio Quiroga, el muerto de 1937, el que parece más vivo que nunca; ahora es él quien despierta, en ambas márgenes del Plata, el interés y la apetencia de los nuevos escritores; es él quien se reedita infatigablemente, se relee, se discute con pasión y se imita.
Hay, sin duda, una nueva injusticia en este enfoque de hoy. Porque si Quiroga no merecía en 1937 la reticencia de Sur, tampoco ahora Sur merece la reticencia (o absoluta falta de ella) de quienes ensalzan hoy a Quiroga. Pero son estas las inevitables discordias de la familia literaria. Lo que sí parece justo, y de justicia que cada día resulta más transparente, es el profundo interés que suscita la obra y la personalidad de Quiroga. Por eso, sin entrar en la polémica que hoy agita sobre todo la margen argentina del Plata, quisiéramos examinar en estos ensayos la importancia esencial de su creación. Al fin y al cabo, ese es el único homenaje que cuenta.
Quiroga había nacido en Salto, en 1878 (diciembre 31), en las postrimerías de esa generación del 900 que impuso el Modernismo en nuestro país. Desde los primeros esbozos que recoge un cuaderno de composiciones juveniles, copiados con rara caligrafía y rebuscados trazos (las tildes de las t, los acentos, parecen lágrimas de tinta) hasta las composiciones con que se presenta al público de su nativa Salto, en una revista estridentemente juvenil, su iniciación literaria muestra claramente el efecto que en un adolescente romántico ejerce la literatura importada de París por Rubén Darío, Leopoldo Lugones y sus epígonos. Para Quiroga, el poeta argentino es el primer maestro. Su Oda a la desnudez, de ardiente y rebuscado erotismo, le revela todo un mundo poético. Luego ávidas lecturas (Edgar Allan Poe, sobre todo) lo ponen en la pista de un decadentismo que hacía juego con su tendencia ligeramente esquizofrénica, con su hipersensibilidad natural, con su hastío de muchacho rico hundido en una pequeña ciudad del litoral, impermeable (creía) al arte.
La prueba de fuego para toda esa literatura mal integrada en la vida es el viaje a París en 1900: viaje del que queda un Diario que publiqué por vez primera en 1949. Allí se ve a Quiroga (el Quiroga de antes de Misiones), allí se ve a Horacio soñando con la conquista de la gran ciudad, de la capital del mundo, recibiendo en cambio revés tras revés que si no matan de inmediato la ilusión la someten a dura prueba. Pero si en París, Quiroga pudo añorar (y llorar) la tierra natal, de vuelta en Montevideo, olvidado del hambre y las humillaciones pasadas, en medio de los amigos que escuchan boquiabiertos las lacónicas historias que condesciende a esbozar el viajero, renace el decadentismo.
Funda con amigos el Consistorio del Gay Saber, cenáculo bohemio y escandaloso; en 1900 gana un segundo premio en el Concurso de Cuentos organizado por La Alborada (Rodó y Viana eran jurados); luego recoge sus versos, sus poemas en prosa, sus delicuescentes relatos en un volumen, Los arrecifes de coral, cuyo contenido y cuya portada (una mujer ojerosa y semivestida, anémica, a la luz de una vela) caen como piedra en el charco de la inquietud burguesa del Montevideo de 1901. El decadente triunfa.
Fragmento de Las raíces de Horacio Quiroga. Ensayos, 1961, de Emir Rodríguez Monegal, pensador uruguayo, dedicado a la enseñanza y a la investigación literaria, autor de varios libros entre los que se encuentran las Obras completas de J. E. Rodó de 1957.
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