En efecto, formar constituciones políticas más o menos plausibles, equilibrar ingeniosamente los poderes, proclamar garantías y hacer ostentaciones de principios liberales, son cosas bastante fáciles en el estado de adelantamiento a que ha llegado en nuestros tiempos la ciencia social. Pero conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos a quienes debe aplicarse la legislación, desconfiar de las seducciones de brillantes teorías, escuchar con atención e imparcialidad la voz de la experiencia, sacrificar al bien público opiniones queridas, no es lo más común en la infancia de las naciones y en crisis en que una gran transición política, como la nuestra, inflama todos los espíritus.
Instituciones que en la teoría parecen dignas de la más alta admiración, por hallarse en conformidad con los principios establecidos por los más ilustres publicistas, encuentran, para su observancia, obstáculos invencibles en la práctica; serán quizá las mejores que pueda dictar el estudio de la política en general, pero no, como las que Solón formó para Atenas, las mejores que se pueden dar a un pueblo determinado.
La ciencia de la legislación, poco estudiada entre nosotros cuando no teníamos una parte activa en el gobierno de nuestros países, no podía adquirir desde el principio de nuestra emancipación todo el cultivo necesario, para que los legisladores americanos hiciesen de ella meditadas, juiciosas y exactas aplicaciones, y adoptasen, para la formación de las nuevas constituciones, una norma más segura que la que pueden presentarnos máximas abstracciones y reglas generales. Estas ideas son plausibles; pero su exageración sería más funesta para nosotros que el mismo frenesí revolucionario.
Esa política asustadiza y pusilánime desdoraría al patriotismo americano; y ciertamente está en oposición con aquella osadía generosa que le puso las armas en la mano, para esgrimirlas contra la tiranía. Reconociendo la necesidad de adaptar las formas gubernativas a las localidades, costumbres y caracteres nacionales, no por eso debemos creer que nos es negado vivir bajo el amparo de instituciones libres y naturalizar en nuestro suelo las saludables garantías que aseguran la libertad, patrimonio de toda sociedad humana que merezca nombre de tal.
En América, el estado de desasosiego y vacilación que ha podido asustar a los amigos de la humanidad es puramente transitorio. Cualesquiera que fuesen las circunstancias que acompañasen a la adquisición de nuestra independencia, debió pensarse que el tiempo y la experiencia irían rectificando los errores, la observación descubriendo las inclinaciones, las costumbres y el carácter de nuestros pueblos, y la prudencia combinando todos estos elementos, para formar con ellos la base de nuestra organización. Obstáculos que parecen invencibles desaparecerán gradualmente: los principios tutelares, sin alterarse en la sustancia, recibirán en sus formas externas las modificaciones necesarias, para acomodarse a la posición peculiar de cada pueblo; y tendremos constituciones estables, que afiancen la libertad e independencia, al mismo tiempo que el orden y la tranquilidad, a cuya sombra podamos consolidarnos y engrandecernos.
(El Araucano, Santiago de Chile, 1836).
Andrés Bello (1781-1865), pensador y educador venezolano. Su actividad educativa se expresó, en especial, en la República de Chile. Al contrario de la generación empeñada en lo que llamó la “emancipación mental” de los hombres de esta América, Bello puso de relieve lo que España, pese a todo, había dado a la América bajo su dependencia y lo que esta América debía a la cultura de España. Una España que había hecho suya y a partir de la cual se había enfrentado a la Metrópoli exigiendo reconociese en los hombres de esta América, los mismos valores que España reclamaba para sí y los cuales habían difundido en los hábitos y costumbres de los americanos. La guerra de independencia había sido el choque de las dos Españas. Era el mismo espíritu que había impulsado a los españoles a enfrentarse a los ejércitos dominantes de España. Aquí publicamos dos ensayos, el titulado Las Repúblicas Hispanoamericanas en el que hace una crítica a la imitación irracional que los hombres de esta América hacían de instituciones políticas, sociales y culturales que no habían surgido de su realidad. El otro es Autonomía Cultural de América en el que insiste, lo que más tarde insistirán Martí, Rodó y otros muchos, en el conocimiento de la propia realidad. En la necesidad de conocer mejor la historia propia y en no ser imitador de otra ciencia, como era la europea y que los mismos europeos, dice, se dolerán de que esta América no haya sacudido sus cadenas y no aporte nada original a la ciencia misma de Europa.
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