Para Aristóteles, la virtud moral es el justo medio entre dos extremos. El ejemplo clásico es la virtud de la valentía, justo medio entre los vicios de la cobardía y la temeridad.
Las virtudes morales o éticas no son otra cosa que hábitos operativos buenos, que se adquieren por repetición de actos: aprendemos a ser puntuales, luchando una y otra vez para llegar en hora a nuestros compromisos. Y aprendemos a saltar de la cama cuando suena el despertador, venciendo la pereza una y otra vez hasta adquirir y fijar el hábito.
La lealtad es una gran virtud y requiere, entre otras cosas, mucha valentía. Esta virtud se encuentra entre los extremos viciosos de la traición y la obsecuencia. La traición se define como una “falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar”, y la obsecuencia, se define como “sumisión, amabilidad, condescendencia” (Real Academia Española).
La traición –el quebrantamiento o ruptura de la lealtad– es funesta, en tanto implica acciones cobardes, que normalmente se hacen de espaldas a la víctima: si decimos que “el que avisa no traiciona” es porque quien traiciona no avisa. La traición no es una simple discrepancia ni el alejamiento de una persona o de un grupo del que se formaba parte: es un acto deliberado, que daña a la persona o los intereses de quien otrora fuera amigo, socio, cónyuge o la patria en la que uno nació. Es morderle la mano a quien le dio de comer a uno.
La obsecuencia del adulador, por su parte, es igualmente siniestra y despreciable. El caso del rey desnudo lo muestra claramente: todos los aduladores le decían al rey que el traje invisible que le habían regalado era magnífico. Lo aplaudían a su paso, sin el menor espíritu crítico y con la única intención de quedar bien con él y no disgustarlo. Solo un niño, leal a su conciencia, a la verdad y al rey, fue capaz de señalarlo y gritar: “¡El rey está desnudo!”. Por eso Plutarco, el mejor formador de políticos de todos los tiempos, ya en el siglo I hablaba en sus Moralia de “Cómo distinguir a un adulador de un amigo”.
Entre el traicionero y el obsecuente se alza la figura del hombre leal. ¿A qué? Ante todo, a su conciencia y a su Dios; a su familia, a su patria y a sus amigos, jefes y subordinados… ¿Qué implica la lealtad? Dijimos más arriba que requiere valentía. ¿Por qué? Porque requiere sinceridad. Porque leal es quien no tiene doblez, quien aplaude cuando es justo hacerlo y critica de frente cuando es necesario, siempre con intención de ayudar, de sumar…
En un grupo, leal es quien por sobre todas las cosas se mantiene fiel a los principios que le dieron origen, sin ocultar sus diferencias en lo que puede ser opinable. Leal es quien cuando entiende que el otro se equivoca corrige con claridad y caridad, porque ama de verdad. Ser leal no es estar siempre de acuerdo: es abrir la herida e ir al hueso para sanarla si fuera necesario, sin alejarse y sin dejar que avance la gangrena. El hombre leal es un hombre libre porque tiene la conciencia tranquila. Ni el traicionero –por razones obvias– ni el obsecuente –siempre preocupado por el qué dirán– pueden tener paz interior.
Con un hombre leal se puede chocar en el trato ordinario, pero cuando las papas queman y las balas silban, uno sabe que tiene cubiertas las espaldas. Con el hombre leal siempre se puede contar. Esto no sucede ni con el traicionero ni con el obsecuente: ¿qué garantía puede darnos quien no es sincero?
La lealtad es una virtud necesaria en el mundo actual. Sobre todo, en el gobierno de las empresas y en el gobierno de las naciones, donde la traición y la obsecuencia están a la orden del día. Por algo se denomina focas a quienes aplauden, justifican y perdonan cualquier acción que provenga de sus líderes, sin el menor espíritu crítico.
Las consecuencias de la obsecuencia –menos evidente que la traición– son negativas para quienes son objeto de adulación, pues esta no ayuda a rechazar la soberbia y a crecer en humildad. Tampoco ayuda a ver los propios errores ni a poner los medios para rectificarlos. Por eso, tarde o temprano, los que gustan de las lisonjas fracasan, arrastrando consigo a sus aduladores. Los gobernados también sufren debido a las malas acciones de los gobernantes que podrían haber sido corregidas por hombres leales.
Quizá sea bueno que quienes ocupan cargos de responsabilidad en el gobierno de las naciones reflexionen, una y otra vez, sobre el cuento del rey desnudo…
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