La política internacional es una cuestión que es vital analizar para todos aquellos que nos definimos ideológicamente como “nacionalistas”. La política internacional es aquella que determina los límites posibles de la gestión gubernamental, por lo que considero tiene un rango de importancia incluso mayor que la política nacional. Por supuesto que esto no le resta importancia, pero generalmente en el debate público no se considera hasta que nivel la posición internacional de una nación puede determinar incluso la mera posibilidad de tomar ciertas políticas a nivel interno. El ex-Presidente Jorge Batlle por ejemplo ha mencionado reiteradas veces como las decisiones más importantes que competen al Uruguay no son tomadas dentro de nuestro territorio, sino que son tomadas fuera. Pero son pocos quienes reconocen públicamente esta situación, y menos aun los que la plantean como un problema.
Esta situación nos invita a pensar posibles soluciones a esta particular coyuntura, y en mi opinión es fundamental ver los ejemplos de aquellos países que pasaron de una situación de subordinación a nivel internacional a constituirse como potencias. Y qué mejor ejemplo puede haber en el contexto actual que los Estados Unidos. Nos cuesta imaginarlo tras casi 80 años de dominio geopolítico y económico (otrora compartido con la extinta Unión Soviética), pero los Estados Unidos surgieron en la escena internacional (tras ser reconocida su independencia con el Tratado de Paris de 1783) en una situación bastante precaria. Desde Gran Bretaña se creía que el proyecto republicano de los EEUU colapsaría rápidamente en la anarquía. Nada más lejano de lo que acabó sucediendo con el paso de las décadas. Existen varios factores que explican el meteórico ascenso de este país, pero en lo que compete a este artículo me centraré en la política internacional.
Como explica Henry Kissinger, antiguo Secretario de Estado de los Estados Unidos y mundialmente reconocido teórico de las relaciones internacionales, en su libro La Diplomacia, los Padres Fundadores de este país llevaron a cabo una política de neutralidad en los conflictos europeos de la época, concentrándose en robustecer la independencia de la nueva nación. Jefferson definió las Guerras Napoleónicas como una pugna entre el “tirano de tierra” (Francia) y el tirano del océano (Inglaterra), igualándolos en el plano moral. Esta fue una temprana forma de no alineación, que como la historia ha demostrado es una importante arma de negociación, lo cual es una estrategia que ha sido repetida por varias naciones posteriormente. En palabras de George Washington: “Nuestra verdadera política consiste en alejarnos lo más posible de cualquier alianza permanente con cualquier nación extranjera”.
Esto quizás sorprenderá a muchos lectores que estarán tan acostumbrados como yo a escuchar a los representantes políticos de los Estados Unidos referirse hasta el cansancio a como su política exterior está dominada por una defensa de los “valores liberales, republicanos, la democracia, los derechos humanos”, y otros términos políticamente correctos con los que les gusta justificar su dominio geopolítico. Pero la realidad es que, en sus épocas de mayor precariedad, cuando estaban lejos de volverse el Imperio hegemónico que luego serían, su política exterior estaba dominada por un pensamiento absolutamente pragmático y de no alineamiento con ningún poder dominante. Pero no es lo que hoy escuchamos desde los medios hegemónicos norteamericanos y europeos y sus símiles locales; ni desde la mayoría de la academia; ni de la mayoría de representantes políticos tanto del primer mundo como de nuestro país.
Un ejemplo de no alineación en política internacional es la Tercera Posición. Esta es una política de no alineamiento geopolítico propia del contexto de Guerra Fría. Su máxima representación la encontramos dentro del Movimiento de los No Alineados, formulado por líderes tan variados como Juan Domingo Perón de Argentina; Josip Broz Tito de Yugoslavia; Jawaharlal Nehru de India; Gamal Abdel Nasser de Egipto; entre otros. Dio origen al concepto de lo que hoy llamamos “Tercer Mundo”, un grupo de países que no se encontraba directamente dentro de la esfera estadounidense ni dentro de la esfera soviética, y que generalmente se encontraba en una posición económicamente, socialmente y geopolíticamente débil comparada con los miembros de los dos bloques dominantes. Ejemplo clásico de una unión de los débiles para contrarrestar a los fuertes.
Quizás un caso paradigmático de un país que dentro del contexto de Guerra Fría pudo balancear perfectamente las relaciones con los distintos bloques y así ponerse en camino a volverse una potencia fue la República Popular China, primero bajo el liderazgo de Mao Zedong y luego de Deng Xiaoping. ¿Alguien puede pensar que China habría logrado los niveles de desarrollo y poder político por los que hoy son conocidos si se hubieran sometido a los intereses geopolíticos de Washington o de Moscú? La política exterior china daría contenido para un análisis independiente, pero no me cabe personalmente ninguna duda que ha sido la gran heredera del pensamiento internacional de los Padres Fundadores de los Estados Unidos; y su modelo de inserción internacional como parte del “Proceso de Reforma y Apertura” comenzado por Deng Xiaoping, notoriamente aprendió mucho del proceso de industrialización de EEUU también, teorizado entre otros por Alexander Hamilton.
Pero bajemos todo esto a tierra, a nuestro contexto nacional, al Uruguay. ¿Qué tenemos nosotros para aprender de lo antes mencionado? En primer lugar, no puede quedar duda alguna de la importancia vital de definir la política exterior en base a nuestro interés nacional, y no a criterios idealistas impuestos desde fuera. En segundo lugar, la importancia de constituirnos, si no es posible como una gran nación rioplatense o latinoamericana (como lo han podido hacer los casos paradigmáticos antes mencionados: EEUU y China, naciones de alcance continental si las hay), al menos como bloque geopolítico y/o comercial regional, al estilo de la ASEAN del Sudeste Asiático o la Unión Europea. Y, en tercer lugar, la importancia del no alineamiento geopolítico, de manejar cuidadosamente la balanza de poderes entre las distintas potencias hegemónicas, sin caer excesivamente en la defensa de los intereses de ninguna.
Existen ejemplos de los que aprender en nuestra propia historia, siendo especialmente educativa la oposición de Luis Alberto de Herrera a la participación del Uruguay en la Segunda Guerra Mundial y a la implantación de bases militares norteamericanas en nuestro territorio. Para finalizar, citaré unas palabras de este caudillo nacionalista:
“Bases extranjeras en el Uruguay o ‘bases’ propias levantadas con el oro extranjero, serían ¡eso sí! bases de nuestra inconmovible y futura esclavitud!… “Bases” en el Uruguay será, de hoy en adelante, una mala palabra que no podemos ni debemos pronunciar. ¡A otro perro con ese hueso! ¡Y líbrenos Dios de nuestros “amigos”, que de nuestros enemigos nosotros nos sabremos librar!”
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