Actualmente los pueblos, mediante la política, eligen sus autoridades con el propósito de que las decisiones que se adopten estén destinadas a una convivencia social justa y feliz. Esto lleva implícito que la importancia de la política radica en que se busca el bienestar de todos. Más concretamente: ella consiste en decidir los medios específicos que parezcan los mejores para evitar diferencias injustas. No obstante, causa desconcierto que gran parte de la población pueda verla como “cosa de políticos”, causa de los males sociales que sufrimos y cuestión que no supone obligación ni compromiso para la población. Simplemente votamos cuando corresponde por los que en el pasado gobernaron mejor o por los que parecen mejores para el futuro, y nada más.
La arquitectura del poder
Para lograr aquellos fines, evitar la violencia en la búsqueda de poder y poner límite a la fuerza injusta de los poderosos, se crean las instituciones políticas, que no eliminan las raíces de los males, pero al menos permiten regular los conflictos. A través de la competencia entre partidos y el voto popular, la población delega el poder transitoriamente, por períodos de tiempo reducidos, con el encargo de llevar a cabo las políticas públicas.
Pero los elegidos cuando están en el poder suelen sentirse relativamente libres e independientes del mandato popular recibido y no se consideran comprometidos a hacer estrictamente lo que dijeron en su plataforma electoral sino lo que crean oportuno para dejar al país mejor que como lo recibieron. Esto implicaría no una “traición a la promesa” sino la honestidad de saber corregir lo que ahora la realidad permite descubrir que era erróneo o no estaba previsto. Obstinarse en cumplir con lo prometido derivaría en un perjuicio para el pueblo. Lo que decimos puede provocar algún desconcierto, porque lo más frecuente es pensar que “¡la plataforma electoral es sagrada!”.
Claro está que ese poder no es absoluto: existen mecanismos de control como el Congreso, el equilibrio de poderes o las auditorias generales. Pero las autoridades gubernamentales, de hecho, son el poder.
Hablamos de autoridades legítimas, elegidas por el pueblo. Pero también hay gobiernos que usurpan el poder, por la fuerza: son el poder ilegítimo. Y están los que, elegidos popularmente, luego se corrompen y traicionan su mandato.
Para la adecuada comprensión de esta temática hay que entender que el conflicto es componente esencial de la política, ya que se trata de una actividad humana relacionada con decisiones y conflictos muy significativos para la vida social. Allí se juegan intereses y beneficios contrapuestos y se da entre personas que no siempre piensan lo mismo. Esto supone la lucha por recursos de poder, por alcanzar cargos, tomar decisiones de consecuencias de envergadura, cuestión toda ésta de abultada complejidad.
Aquí es importante saber, antes que nada, que el principal obstáculo es el miedo al conflicto, eludirlo, dejarlo irresuelto, porque eso aumenta el conflicto “Éste no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido… Y la forma más adecuada de situarse ante él es aceptar y sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso” (papa Francisco).
En las elecciones ponemos en manos de los elegidos el destino del país. Pero también podemos pasar de espectadores a actores y entrar en la acción política. Ya que no somos solo habitantes sino también ciudadanos y existen decisiones públicas que nos afectan a todos, tenemos derecho a la participación en ese proyecto colectivo.
Y así como tenemos necesidad de los otros, también tenemos deberes recíprocos. Si no nos hacemos cargo de la realidad social que vivimos ¿quiénes lo harán? Militar políticamente es saber que podemos jugar un rol en beneficio de la sociedad.
Si nos enrolamos en la tarea de competir por los cargos dentro de los partidos, hemos de saber que es cosa ardua a la que no todos se animan. Se la puede sentir como una lucha áspera, no acostumbrada y no siempre gratificante. Pero no hay otro medio en el camino al poder. Para participar, hay que asumir los riesgos de esa decisión. Pero tiene sentido y entraña un valor que debe ser apreciado.
Las voces del pueblo
De todos modos, la vida de los partidos según la hemos conocido hasta el presente parece ir agotándose y estar dando paso también a otros caminos igualmente válidos. Una opción diferente es integrarse a la opinión pública independiente. Podemos llamarla la voz del pueblo y consiste en opinar sobre la gestión de los representantes y expresar de qué modo queremos alcanzar el bien común. A esta esfera pertenecen los movimientos sociales de opinión, las asambleas ciudadanas, los espacios de diálogo, las asociaciones intermedias, las ONG.
Si bien los elegidos por voto popular no están estrictamente obligados a atender formalmente esas voces, es innegable el potencial y el valor que, de hecho, poseen esas fuerzas sociales Desconocerlas supone una falencia en la idoneidad política, que siempre se paga.
Por otro lado, ellas no rivalizan con las instituciones políticas ni intentan suplantarlas, sino que aspiran a lograr una armónica interacción complementaria. En conclusión: tenemos derecho a hacernos oír y a intentar alcanzar lo que lo que por vía electoral no siempre es posible.
Así, pues, mientras en las instituciones políticas competimos tentando las mejores opciones para el bien común, integrando la voz del pueblo influimos sobre las personas intentamos lo mismo a través del diálogo, exhortando, argumentando y persuadiendo. Allí reside el capital social y cultural de la nación.
El testimonio profético
En concordancia con lo dicho, podemos interpretar el devenir histórico de una nación como la dinámica entre dos polaridades que se enfrentan o se complementan, el poder y el pueblo, con la correspondiente gama de situaciones intermedias. Pero como son hombres quienes las realizan, están expuestas a errores y limitaciones. Así, el poder o el pueblo pueden tomar caminos equivocados que comprometan su existencia. El poder, con más frecuencia, pero también el pueblo, pueden equivocarse. Y en tales situaciones críticas, suele entrar en escena un tercer actor: el profeta.
Según E. Fromm, “al igual que los del Antiguo Testamento, en todo pueblo habitualmente existen los profetas. O deberían existir, porque su función en la comunidad humana no ha perdido vigencia y resultan de tanta actualidad como en el pasado Más aún: los profetas resultan en la vida política el más acabado ejemplo del espíritu republicano”.
El profeta no es un “vidente” en el sentido de un “adivino”, conocedor de un futuro.. Ni el mensajero de un misterioso augurio. Él es un comunicador de la verdad y la expresión de lo genuino de la condición humana.
Su función es enunciar el sentido de una situación que los demás podemos no estar viendo. Es hacer que se tome conciencia de la índole de un problema en cuestión y entre qué alternativas debemos decidir. Lo que hace el profeta es testimoniar las derivaciones inevitables de cada opción.
Pero después de advertir e instar, permiten la intervención de la libertad humana y son respetuosos de la autonomía de la decisión.
Eso sí: no se limitan a mostrar las cosas con “neutralidad indiferente” sino que advierten activamente, instan, protestan contra lo que no sea justo y recto: son fervorosos y comprometidos en su adhesión a la verdad.
Los profetas tienen un “fuego sagrado” interior, que les da su elocuencia, y la fuerza de su voz muchas veces hace temblar montañas.
Los profetas modernos (como Mandela, Gandhi o Luther King) son los políticos y los intelectuales que son legítimos y no traicionan su misión. Los que nos advierten cuando descubren redes mafiosas y luchan para que a los corruptos no los proteja más la impunidad. Saben que si esa voz es desoída se compromete la esencia de la vida de la nación y el futuro de nuestros hijos. Y saben que su lucha no será estéril, porque ellos nos estarán despertando permanentemente de toda forma de sometimiento.
Hay una habitual oposición entre el poder y los profetas. Porque el poder suele ser fruto de las ambiciones. El mensaje del profeta, en cambio, es expresión de la verdad objetiva y de la realidad insobornable. La autocracia no recibe de buena gana la advertencia del profeta. Eso es una forma más de la común reticencia de los humanos a enterarse y tomar conciencia. Es la “resistencia al cambio”, con su búsqueda de argumentos interesados.
Los profetas bíblicos han debido luchar principalmente contra dos fuerzas adversas: la injusticia de los poderosos y la incredulidad del pueblo, y muchas veces han luchado solos. No es de extrañar que los profetas de hoy a veces deban enfrentar situaciones similares. Pero los imperios tarde o temprano se desmoronan y la fuerza del Poder se extingue, mientras los ecos de la verdad permanecen.
Poder, pueblo y profecía son los tres actores de la vida política de una nación. La interacción saludable entre ellos es lo que asegura el bien de los ciudadanos y la paz social.