Ya no es novedad que la polarización entre Estados Unidos y China es una realidad global que tiene distintas manifestaciones. Lo es en el sudeste asiático, en el continente africano, en Medio Oriente, en Europa y también en América Latina.
Sería un error hacer una analogía lineal con el mundo bipolar de la segunda mitad del siglo XX. Los equilibrios económicos y militares son muy diferentes, por ejemplo. Tampoco representan exactamente el mismo capitalismo y comunismo de aquel tiempo. Mientras en EEUU existe una fuerte división interna entre modelos económicos y culturales, China apuntó a un “socialismo con características chinas” que no tiene reparos en hacer una férrea defensa del libre mercado.
En este contexto, la carrera tecnológica por el 5G y la inteligencia artificial revivió una disputa que parece empujar inevitablemente a los países y los bloques a la esfera de influencia de uno o de otro. Además, las idas y venidas en la llamada “guerra comercial” llevó a la interposición de fuertes medidas arancelarias recíprocas entre estas dos potencias, con efectos colaterales en todo el mundo. Al mismo tiempo, el Mar Caribe y el Mar del Sur de China se convirtieron en escenarios estratégicos de rivalidad, potencialmente explosivos.
Si faltaba otro elemento para completar este mapa, apareció la discusión en torno al origen y la responsabilidad de la pandemia del coronavirus. Una discusión más bien vulgar, atravesada por múltiples teorías de la conspiración y fake news, pero que es seguida con atención por los gobiernos, conscientes de la importancia del “poder blando”.
En el auge de las redes sociales y la comunicación instantánea, en la abundancia informativa, no falta quienes responsabilizan al multimillonario Bill Gates y a la Fundación Rockefeller de urdir un plan hace algunos años con el propósito de llevar adelante un cierre programado de las economías y las sociedades, para someter de manera orwelliana a los países del mundo y facilitar el gran negocio de empresas y laboratorios. Por otro lado, se difundió también la información que desde hace un tiempo en centros de investigación de China se había fabricado un nuevo coronavirus con una versión híbrida que utilizaba murciélagos y que podía desatar un desastre humanitario. Vale decir que nada de esto fue probado, pero ha servido para que ciudadanos de distintas partes del mundo entren en una confusión que hasta puede resultar bastante lógica.
Para complicar más las cosas, algunos medios de comunicación también juegan su papel y no es extraño ver como se cae con facilidad en la demonización del presidente de EEUU, Donald Trump, que junto a Bolsonaro y Johnson están sin dudas en el podio de los más rechazados por el establishment. Desde este punto de vista, todas las medidas que tomen en lo económico y sanitario pasan a ser controvertidas, aunque existan otros países que tengan resultados peores. Al mismo tiempo, algunos portales difunden que un reconocido bufete de abogados de Florida (EEUU) presentan una demanda colectiva contra el régimen chino por hacerlo responsable de la pandemia, a la vez que ponen en tela de juicio las estadísticas que difunde el gobierno chino sobre la situación sanitaria, adjudicándole a la Organización Mundial de la Salud (OMS) una siniestra complicidad al avalarlas.
En momentos en que la cooperación internacional es fundamental para encontrar una vacuna y para sincronizar los esfuerzos regionales en la lucha contra el virus, parece descabellado entrar a buscar culpables. Lo primero es ser conscientes de esto y lo segundo de la disputa geopolítica que existe detrás.
Un país como Uruguay no puede en este momento de emergencia sanitaria y crisis económica ni siquiera sugerir que el país renuncie a la cooperación, a atraer inversiones y asegurar el trabajo de los uruguayos.