Rafael Barret, aquel estupendo periodista español que anduvo por estos lares a principios del siglo pasado y deslumbró con su prosa a José Enrique Rodó, Carlos Vaz Ferreira y Emilio Frugoni, entre otras figuras del mayor relieve intelectual, dijo una vez en sus exaltadas manifestaciones en defensa de los desposeídos que “no hay torres de Babel aseguradas de incendio”.
Pues bien, fue el Frente Amplio el encargado de desmentir a aquel anarquista combativo, nervioso, profundo y singularmente culto, dándole seguros de por vida y reparaciones trasmisibles por herencia que suman cientos de millones de dólares a quienes se levantaron en armas contra la democracia, asesinaron, robaron y secuestraron en busca de un utópico paraíso de justicia al estilo cubano. También pusieron al poder constitucional en jaque y asfaltaron el camino al golpe de Estado, que después de aplastar el foco revolucionario incurrió en los excesos que todos, sin excepciones, hemos criticado.
Cubiertas las reparaciones a todos los sediciosos incursos en delitos de lesa humanidad (asesinatos, secuestros, mutilaciones, despojos) y a algunos más, corresponde por un criterio de elemental justicia también indemnizar a quienes fueron víctimas de los guerrilleros y sufrieron en carne propia la violencia revolucionaria, y en su caso a los causahabientes de los casi setenta asesinados por la sedición.
Sin embargo, los legisladores del Frente Amplio se han opuesto a ese equitativo propósito y han votado en contra de la ley reparatoria para las víctimas de la guerrilla.
Son los mismos que niegan la teoría de los dos demonios, corrigiendo a Ernesto Sábato con dudosa autoridad de historiadores que, más que tales, son operadores embozados y carecen de la densidad intelectual del conocido escritor argentino. Al parecer piensan que de un lado hubo demonios, y del otro, ángeles; diría Buñuel: ángeles exterminadores.
Un claro ejemplo es lo que le ocurrió a Sergio Molaguero, secuestrado por un grupo del OPR 33, a quien tuvieron 69 días encerrado en un sótano insalubre, en donde bajó treinta kilos y le robaron diez millones, que al cambio de hoy representan un millón de dólares, y le fundieron para siempre la empresa de calzado que tenía.
Molaguero todavía no recibió ni un solo peso de reparación, pero al menos uno de sus secuestradores se benefició con un generoso préstamo que decidió obsequiarle el gobierno y le permitió comprarse una casa en Carrasco, siendo que se trata de un lugar de privilegio.
Es cierto que también en Argentina, como dice el escritor y periodista Jorge Fernández Díaz, los hombres y mujeres asesinados por Montoneros y el ERP no fueron recordados, pero se sabe que el jefe montonero Mario Firmenich no puede caminar por la calle sin ser agredido a puñetazos y patadas, y desde hace añares vive en las afueras de Barcelona.
Siguiendo con el prestigioso columnista de La Nación, dice que “hay usinas académicas de ideas que dicen que la democracia es un problema que permite traicionar los intereses del pueblo, pues es una democracia burguesa y como tal obstaculiza, tranca y detiene el siempre inconcluso camino hacia el logro de una verdadera democracia republicana”.
Hasta sugieren que no toda la violencia política es repudiable y que hay regímenes hegemónicos como Venezuela y hasta totalitarios como Cuba que pueden ser y son efectivamente defendidos, como nuestros frentachos que aspiran a volver a gobernar y cuya política exterior estará signada por relaciones, como fueron y en verdad serán, realmente carnales con esas infames tiranías.
Hay muertos injustamente olvidados por el Estado y también por los responsables de las masacres, sigue diciendo Fernández Díaz, que ni siquiera les han pedido perdón a los familiares todavía dolientes. Solo se merecen recompensas y homenajes las víctimas del terrorismo de Estado, pero no las víctimas de los guerrilleros.
Adulterar la historia sin aceptar su entretejido de contracaras y contrasentidos, promueve el desencuentro, atiza la polarización y profundiza la grieta.
No vale la pena intentar convencer a quienes nunca aceptarán ver la razón, cualesquiera fuesen los argumentos que se invoquen o los que le ofrece la pura realidad, sostiene el periodista citado, para concluir que “si todavía se tiene la voluntad de eludir relatos fáciles y lugares comunes, desoír opiniones interesadas y divisionistas y eludir todas las fábulas de cualquier signo, que son las que corroen el consenso, se está atacando los cimientos mismos de la democracia” (La Nación del 30 de marzo).
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