Fue sin dudas una idea novedosa y, por cierto, muy lucrativa para los intereses de la Compañía Británica de las Indias Orientales cuando logró imponerla entre las elites de gran parte del mundo. Para el caso que alguna nación no estuviera abierta a aceptarla “académicamente”, siempre era posible abrir el mercado a cañonazos, provocar una guerra civil o introducir una sustancia adictiva que intoxicara a la población. Toda intervención era justificada en aras de la misión “civilizadora”. Ni siquiera las democracias se salvaban. Cuando los británicos descubrieron importantes reservas de oro en el Transvaal (hoy Sudáfrica), desde Londres se ordenó fomentar la emigración desde su colonia en la región del Cabo hacia las repúblicas del norte. Poco tiempo después los nuevos residentes, no precisamente atraídos por el clima del Rand, comenzaron a reclamar por sus derechos de “ciudadanía”. Fuertemente financiados por Cecil Rhodes –un Bill Gates de la época– y con la guiñada de los poderes coloniales, provocaron un conflicto que hoy conocemos como la Guerra de los Boers, y al final del cual las repúblicas de Transvaal y el Estado Libre de Orange perdieron su independencia y, por supuesto, el control de su oro. ¡El precio de la civilización!
Probablemente Adam Smith nunca llegó a dimensionar el nivel de gratificación que su metáfora de la mano invisible trajo a sus fervientes propulsores. Frente a quienes defendían una mayor planificación de la actividad económica, el economista escocés ofrecía una alternativa contradictoria: los agentes económicos, actuando cada uno en función de su propio interés, llegarían espontáneamente, sin coordinarse, a un equilibrio más eficiente que el que resultaría de una economía planificada.
Indudablemente, este sistema económico sirvió muy bien a los intereses de sus creadores. La publicación de “La riqueza de las naciones” en 1776 coincidió aproximadamente con el inicio de la primera Revolución Industrial. Un siglo después, la mano invisible había logrado concentrar en las Islas Británicas gran parte de la industria manufacturera de Europa, la banca, los seguros y el transporte marítimo, permitiéndole dominar el proceso de globalización que se dio en el siglo XIX. Pero los beneficios del régimen se repartieron de forma muy desigual, contrario a las predicciones de sus creadores. Claramente, los principales perjudicados fueron China e India, las principales economías del mundo, que en cuestión de décadas pasaron a ser colonias inglesas, en el primer caso de hecho, en el segundo de derecho. Tampoco benefició a los trabajadores, que vieron desaparecer su modo de producción histórico para terminar con sus familias hacinados en ciudades, rogando fuera de las fábricas poder encontrar un trabajo. La Gran Depresión que afectó al mundo en la década del ´30 expondría las grandes fallas de este régimen, dando lugar a las políticas del New Deal de Franklin D. Roosevelt que, aplicadas con variantes por muchos países, no solo permitieron la recuperación económica sino la creación de vigorosas clases medias.
Si el marxismo fue una creación intelectual que procuraba ofrecer una solución a ese problema que aquejaba a las nuevas sociedades industriales, el leninismo fue su versión aplicada, logrando convertir a un país pobre y esencialmente agrícola en una potencia industrial y tecnológica en cuestión de décadas. Terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente respondió inteligentemente a la alternativa colectivista, y no fue precisamente dando rienda suelta a la ficción de la mano invisible. Muy por el contrario, la arquitectura financiera mundial diseñada en Bretton Woods colocó al dólar estadounidense en el centro del sistema y a las instituciones de Washington al comando. Cuando los estadounidenses se enteraron que Harry Dexter White, subsecretario del Tesoro y principal ideólogo del sistema, era en realidad un secreto admirador del modelo de planificación soviético, ninguno se sorprendió. A nadie se le hubiera ocurrido en la era de la bomba de hidrógeno que a la Unión Soviética se la pudiera vencer con la fábula de la mano invisible. Mucho menos aún con la memoria fresca de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados debieron asumir prácticamente todas las responsabilidades de la gestión económica.
La Unión Soviética terminaría colapsando en 1990, no sin antes dejar un reguero de muerte y degradación por el mundo entero. Pero el fin de la Guerra Fría también permitiría instalar la idea de que, si el mundo de la libertad económica había demostrado su superioridad frente al de la economía planificada, la solución a todos los problemas pasaba por llevar esa libertad al extremo, sacando al Estado de la economía y favoreciendo una desregulación indiscriminada. Como resultado de ello, tres décadas después nos encontramos con desafíos similares a los que se encontraban a principios del siglo XX, como si de algún modo hubiéramos retornado al punto de partida. Grandes y crecientes niveles de desigualdad, salarios que pierden peso en el producto, al mismo tiempo que los oligopolios avanzan sobre las pequeñas y medianas empresas, habilitados por un sistema regulatorio global diseñado y financiado por los mismos beneficiarios.
Lo cierto es que queda poco de espontáneo en la economía globalizada de la actualidad. Veamos lo que ocurre en Sri Lanka, país al que seguramente alguna ONG vendió a la idea de convertir su agricultura a la producción orgánica, prohibiendo de un año a otro la aplicación de fertilizantes. Con tantos organismos internacionales, ¿ninguno advirtió al país asiático que esto resultaría imposible de lograr con sus escasos medios tecnológicos y económicos? Sea lo que fuera, claramente esta calamidad no fue resultado de la mano invisible, más bien de una mano negra bien visible y cuyos hilos conducen a Davos. Lo absolutamente cierto es que son justamente las mismas elites que se rasgan las vestiduras contra el comunismo las que nos van llevando gradualmente por una avenida paralela hacia un destino similar. Mientras tanto, los operadores de la supuesta mano invisible van perdiendo su inhibición y no contentos con ejercer un poder cada vez mayor, se van dejando ver en su afán hegeliano de reconocimiento.
Como en un teatro de marionetas, la magia de la ficción se interrumpe abruptamente cuando los niños se percatan que son los adultos los que mueven los hilos. Y algunos no reaccionan bien al descubrir el engaño. Ese fue sin duda el caso de los habitantes de Sri Lanka. O de los agricultores holandeses. La estabilidad del sistema depende en gran parte de que no se vean los hilos y que la mano retorne a su invisibilidad.
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