En una nota realizada la noche del lunes en TNU Sodre, el senador Guido Manini Ríos manifestó que en el sistema político uruguayo casi “nadie quiere reestructurar las deudas de quienes están enterrados hasta la manija”, dando a entender que la lucha por una deuda justa y contra la usura es una bandera que solo Cabildo Abierto se atreve a levantar de forma consistente. Aunque la campaña de junta de firmas ha recibido adhesiones de personalidades de distintos partidos y el apoyo de varias organizaciones sociales, como Un solo Uruguay, la propuesta es vista con malos ojos por parte de casi todo el sistema financiero uruguayo.
No hay que olvidar que “Uruguay es un país de vacas atadas” –como bien decía Javier de Haedo en una columna publicada en El País en noviembre del año pasado– y que algunas de ellas lo están desde la época en que el Frente Amplio estuvo al frente del Ejecutivo. Algo que se suele soslayar cuando se realiza análisis económicos son los efectos que tuvo la reforma financiera efectuada por los gobiernos progresistas. Nos referimos a la ley de inclusión financiera de 2014 y a la ley que regula las tasas de interés de 2007, que cambiaron las reglas del juego, afectando principalmente a los pequeños comercios, pymes, microempresas y, por último, a los consumidores.
Aunque algunos indicadores, como el Monitor Mipymes, presenten datos que muestran un aumento en la cantidad de pymes entre 2008 y 2022, lo cierto es que los economistas Gastón Carracelas y Paola Regueira analizaron la turbulenta dinámica empresarial en Uruguay para el período 2008-2021 y una de las conclusiones a las que llegaron en su trabajo es que una de cada dos empresas, a los tres años, cierra. Por ejemplo, en Uruguay estimativamente nacen anualmente veintiocho mil empresas y cierran unas veintitrés mil.
Estas fluctuaciones en la dinámica empresarial, generadas principalmente por factores internos, provocan no solo una inestabilidad económica e incertidumbre financiera en nuestra economía de menor escala, sino que van generando en los empresarios, en los individuos o las familias que llevan adelante un negocio una perspectiva desmoralizante, que en ocasiones termina por afectar la salud mental de las personas involucradas. Al mismo tiempo, cada vez que una pyme o un pequeño comercio cierra, se pierden varios puestos de trabajo, con todas las consecuencias que eso pueda generar.
En esa línea, parece evidente que la política financiera del astoribergarismo tuvo como eje no solo un afán recaudatorio para implementar una política de distribución de recursos en formas de planes sociales –cuya efectividad todavía está por verse–, sino que también le dio al sistema financiero la llave de entrada a las finanzas privadas de cada uno de los uruguayos (o sea, le abrió nuestra billetera). Esta situación ligada al desarrollo de una DGI moderna, configuró la estocada final para innumerables pymes y comercios que llevaban día a día sus cuentas y que subsistían con base en algunos parámetros de informalidad.
Además, el cierre de estos emprendimientos provocó no solo mayor demanda de puestos de trabajo en un mercado laboral deficiente como el nuestro, en el que para la mayor parte de la población trabajar en el Estado parece ser su mejor esperanza, sino que también provocó mayores índices de endeudamiento para afrontar el consumo diario. Esto último fue facilitado por los microcréditos, con los que es muy sencillo acceder al dinero, pero no devolverlo.
Curiosamente, según la bibliografía que comenzaba a circular a principios de la primera década del siglo XXI, como Thorsten Beck y su obra Finanzas, desigualdad y pobreza, de 2007; o George R. G. Clarke y su Finanzas e ingresos desiguales: ¿qué nos dicen los datos?, la inclusión financiera y los microcréditos debían ir de la mano, pero estos últimos debían estar a tasas de interés accesibles, cosa que en la práctica escasamente sucedió. Sin embargo, también fue una señal de cómo, a nivel global, el plan de incorporar a la inclusión financiera como uno de los pilares de los programas de desarrollo estaba en marcha. Según sus entidades promotoras, la inclusión financiera debía reducir la desigualdad social, aliviar la pobreza y permitir mayor crecimiento y desarrollo económicos.
Tras varios años de aplicar estas políticas, podemos percibir claramente sus efectos: una cuarta parte de la población uruguaya no solo está endeudada y atrapada por las altísimas tasas de interés que aplican estas financieras, que parecen zonas liberadas por el capitalismo más salvaje, sino que la presencia constante del Estado como recaudador en la actividad económica termina por poner en jaque al emprendedor que intenta sacar adelante su propio negocio.
Como bien dijimos al comienzo, en un país como el nuestro, en que la costumbre parece formar parte de nuestro paisaje bucólico, hay cosas que una vez aceptadas difícilmente se puedan dar vuelta atrás. Quizás eso explique por qué a la inteligencia nacional le cuesta tanto aceptar o entender que reestructurar una deuda no es romper un contrato. Al contrario, calcular una forma accesible de pago de una deuda debería ser un derecho. Y debería haber sido una prioridad de este gobierno darles una salida a esos ciudadanos irrecuperables que fueron víctimas de las políticas del astoribergarismo. Pero estamos en el país de las “vacas atadas” y resulta claro que, si no es motus propio de Cabildo Abierto, el problema de la usura, el endeudamiento, la salud financiera y económica del país seguiría completamente invisibilizado.
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