La foto recorrió el mundo en los días previos a la final del campeonato del mundo. El niño ecuatoriano, que miraba un partido de fútbol en un centro comercial, se había fabricado su propia camiseta de capitán del seleccionado argentino. Pintado prolijamente en negro sobre papel, el niño lucía dos carteles en la espalda: el número “10” y “Messi”.
En ese momento, el niño era Messi. No necesitaba una camiseta del combinado argentino, mucho menos la costosa camiseta oficial. Con su elemental camiseta le bastó para participar de esa saludable aspiración infantil de querer formar parte de una selección nacional. Seguramente ese niño tiene una familia por detrás que lo alentó. Ese niño también pertenece a una familia extendida, su Nación, la cual no logró clasificar a la instancia mundialista. Sin embargo, a su temprana edad logró reconocer que formaba parte integral de una Patria más extendida, y que en esta instancia se encontraba representada por el 10 de “La pulga” y no el del Mbappé. Ya tendrá tiempo el niño para que los adultos le intenten inculcar ese desprecio por América Latina que los legatarios de Rivadavia propagan por el continente hasta el día de hoy.
En efecto, para el niño el concepto de Nación es intuitivo, por más que los adultos hagan todos los esfuerzos para “de-construirlo”. Lo de las últimas semanas fue un partido de fútbol. Pero cuarenta años atrás la Argentina recuperó las Islas Malvinas, para luego perderlas en una guerra librada con Gran Bretaña, en su momento la tercera potencia militar en el mundo y miembro fundador de la OTAN. No fueron pocos los jóvenes uruguayos que pretendieron alistarse para combatir junto al hermano argentino, que se había atrevido a desafiar al imperio decadente. Los niños de la época quedaban hipnotizados frente a la televisión, viendo cómo una veintena de infantes de marina argentinos tomaba el control de Puerto Argentino, al mismo tiempo que los audaces pilotos se enfrentaban con escasos recursos al poderío de la segunda flota naval del mundo. Esos niños de entonces son los adultos a quienes hoy toca gobernar y definir el futuro de nuestra juventud.
Lo cierto es que, si vamos a lograr emerger de esta ciénaga de decadencia en la que nos hemos venido sumergiendo, será gracias a los niños. No solo son nuestro bien más preciado; son nuestra única esperanza. Pero no los estamos tratando bien; salvo que nos creamos las expresiones declarativas y los gestos capciosos diseñados para capturar mentes escasas.
“Demasiadas veces olvidamos nuestra responsabilidad y cerramos los ojos ante la explotación de estos niños, que no tienen derecho ni a jugar, ni a estudiar, ni a soñar. Ni siquiera tienen el calor de una familia”, amonestó el papa Francisco en un videomensaje difundido por el Vaticano el mes pasado. En su mensaje, Bergoglio nos recuerda que los niños no son números, son seres humanos con un nombre, tienen un rostro propio y, por sobre todo, tienen una identidad que Dios les ha dado.
En un mundo que intenta reducir todo al lenguaje de la productividad y la estadística, las palabras de Bergoglio sirven de llamado de atención sobre el modo que nuestra sociedad conduce sus discusiones existenciales. Concretamente, no resulta saludable banalizar la discusión sobre las ollas populares, reduciéndola a mera contabilidad de kilos y puntos de entrega. El solo hecho que en una sociedad que se precia de su nivel de desarrollo institucional se propaguen las ollas populares debería servirnos de señal de alerta de que algo funciona mal en la estructura socioeconómica. Porque a nadie le resulta divertido atender una olla popular, mucho menos tener que depender de ellas para alimentar a la familia. No hay ninguna necesidad de estarle recordando a esos niños que dependen de ellas y que están viviendo de la caridad del Estado. No hay nada de cristiano en ello. No es lo que nos enseña la Iglesia y así nos lo recuerda el papa Francisco.
Lo mismo se podría decir acerca de la “batalla” por los números de la pobreza. Que si mejoraron, que si empeoraron… Estas son batallas estériles que no producen más que alienación, fragmentación social y descrédito en el sistema político. Algo similar se podría decir del discurso por la transformación de la educación que, si tomamos este texto o tomamos el otro, dejando en un segundo plano a lo más sacro: el niño.
Francisco termina su mensaje pidiendo por los niños que sufren, los que viven en las calles, las víctimas de las guerras y que los huérfanos puedan acceder a la educación y redescubrir el afecto de una familia. Desde La Mañana invitamos a los uruguayos a que esta Navidad sea una instancia de reflexión sobre el valor de la familia. Que el pesebre nos sirva de recordatorio del valor del Niño. Y que esa inspiración nos encuentre más unidos que nunca en pos de buscar soluciones a los problemas que aquejan a nuestra Nación.
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