La doble expansión del Estado y de la autonomía personal se basa en gran medida en el debilitamiento y la eventual pérdida de las culturas propias, y su sustitución no por una cultura liberal única, sino por una anticultura generalizada y envolvente. Lo que se denomina popularmente “cultura”, a menudo modificada por un adjetivo –por ejemplo, “cultura pop” o “cultura de los medios de comunicación” o “multiculturalismo”– es en realidad un signo de la evisceración de la cultura como conjunto de costumbres, prácticas y rituales generacionales que se sustentan sobre entornos locales y específicos. Las únicas formas de “liturgia” cultural compartida que quedan son las celebraciones del Estado liberal y del mercado liberal. Las fiestas nacionales se han convertido en ocasiones para ir de compras y los días consagrados a las compras, como el “Viernes Negro”, se han convertido en días de fiesta nacional.
La anticultura liberal se apoya en tres pilares: en primer lugar, la conquista de la naturaleza a gran escala, lo que la convierte en un objeto independiente que se necesita salvar mediante la eliminación teórica de la humanidad; en segundo lugar, una nueva concepción del tiempo como un presente sin pasado en el que el futuro es un territorio extraño; y, en tercer lugar, un orden que hace que el territorio sea fungible y esté desprovisto de significado. Estas tres piedras angulares de la experiencia humana –naturaleza, tiempo y lugar– constituyen la base de la cultura, y el éxito del liberalismo se basa en su extirpación y sustitución por sucedáneos que llevan los mismos nombres.
El avance de esta anticultura adopta dos formas principales. La anticultura es la consecuencia de un régimen de derecho estandarizado que sustituye a las normas informales generalmente observadas, que llegan a ser descartadas como formas de opresión; y es la consecuencia simultánea de un mercado universal y homogéneo, que da lugar a una monocultura que, como su análogo agrícola, coloniza y destruye las culturas auténticas, arraigadas en la experiencia, la historia y el lugar. Estas dos visiones de la anticultura liberal nos liberan, pues, de otras personas concretas y de relaciones arraigadas, sustituyendo la costumbre por la ley abstracta y despersonalizada, liberándonos de las obligaciones y las deudas personales, sustituyendo lo que se ha llegado a percibir como cargas sobre nuestra libertad individual y autónoma por la amenaza legal omnipresente y el endeudamiento financiero generalizado. En el esfuerzo por asegurar la autonomía radical de los individuos, el derecho liberal y el mercado liberal sustituyen la cultura auténtica por una anticultura envolvente.
Patrick J. Deneen, en “Why liberalism has failed” (Por qué falló el liberalismo), Yale University Press (2018)
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