En 1910, nueve soberanos europeos posaron para su última “foto de familia” antes de la Gran Guerra, en ocasión del funeral del rey Eduardo VII. Al cabo de diez años, la mayor parte de ellos había perdido el poder por abdicación, asesinato, revolución o muerte. La imagen me vino a la mente después de ver la foto de los actuales patrones del orden internacional reunidos en Cornualles para la cumbre del G-7. No pude evitar pensar… Otro grupo de líderes indiferentes que han perdido contacto con la gente a la que se supone que están representando. Políticos que condenan a regímenes autoritarios mientras entre bambalinas les ofrecen acuerdos ventajosos. Que proclaman mensajes de unidad mientras persiguen sin tapujos sus propios intereses. Líderes que se quejan de la plebe que ha perdido la confianza en ellos, pero que se sienten incapaces de recuperarla. Todas las encuestas demuestran que la gente ha perdido la fe en sus instituciones elitistas; pero no es tan evidente lo que ocupará su lugar. En su libro premonitorio, La revuelta del Público, Martin Gurri analiza el momento:
El objetivo inmediato de la revuelta es una clase de élite que ha fracasado incesantemente, en sus propios términos. En un tiempo las élites se envolvieron en el manto de la autoridad y llevaron a término grandiosos proyectos nacionales, pero ahora el público los conoce demasiado bien, y sólo consiguen murmurar y balbucear, desmoralizados. Detestan al público por su propia humillación. Los políticos han perdido la fe en la idea de servicio, o en el interés común, o en la promoción de alguna causa o ideología universal: existen, en el cargo, simplemente para sobrevivir, o más exactamente para ser vistos sobreviviendo, para succionar la atención de los medios de comunicación de masas y sociales. Ha llegado a ocurrir que los presidentes sean elegidos de entre el elenco de los realitys de TV. Los actores políticos se parecen cada vez más a los actores reales de Hollywood, cuya compañía mantienen y cuyas perversas predilecciones parecen compartir.
Las sesiones fotográficas escenificadas y los codeos solo refuerzan la sensación de que el orden “meritocrático” posterior a la Segunda Guerra Mundial es tan frágil como las cortes aristocráticas de la Europa de 1910. La diferencia hoy en día es que las élites ya han perdido la fe en sí mismas. En lugar de forjar un nuevo futuro, encierran a los siervos en sus casas y ridiculizan a cualquiera que se atreva a oponerse a ellos. Pantomimas como la de la Cumbre del G-7 de esta semana revelan un orden agotado que no ejerce el poder, sino que se aferra a él. El peligro que se avecina es que, como escribe Gurri, “solo se puede condenar a los políticos durante un tiempo antes de tener que rechazar la legitimidad del sistema que los produjo”. Todo el mundo intuye que se avecina un cambio y ruega que no sea como el que arrasó el mundo de 1910.
Jon Gabriel, editor en jefe de Ricochet
TE PUEDE INTERESAR