Gradualmente, como para que pase inadvertidamente, se ha ido instalando la idea de la legalización de la cocaína. Aún no hemos tenido tiempo para evaluar las consecuencias de la legalización de la marihuana sobre la población y la estructura social de nuestra Nación. Sin embargo, sendos formadores de opinión en campos tan diversos como el económico, médico, de seguridad y sindical, van introduciendo la idea de legalizar esta letal droga.
Cuando esto ocurrió con la marihuana, tomó a la mayoría de la población por sorpresa. Nadie era consciente de que existían fuertes intereses a favor de la legalización de la marihuana y que necesitaban un país dispuesto a servir de conejillo de indias. No faltaron por supuesto los espejitos de colores, que en el siglo de internet viene cargado de alabanzas hacia nuestro país por parte de los Soros, los Rockefeller y otros experimentados especuladores.
Nuestro país no puede legalizar la cocaína sin que esto forme parte de una política global
En un arrebato de liberalismo químicamente puro, un destacado economista defendió recientemente, en forma enfervorizada, la legalización de la cocaína. Lamentablemente, las ideas, por mejores que puedan ser las intenciones de quien las formula, no se abstraen de la realidad social y política en la cual están inmersos sus formuladores. El mismo tipo de razonamiento fue lo que se utilizó para justificar las Guerras del Opio en el siglo XIX.
La primera Guerra del Opio tuvo lugar en China entre 1839 y 1842. Hoy se sabe que Inglaterra entró en guerra para defender los intereses de los traficantes de droga y para abrir las puertas de China a los comerciantes británicos. Desde inicios del siglo XIX, había una importante demanda en Inglaterra por bienes chinos como el té, las sedas y porcelanas, y su comercio era muy rentable para los comerciantes británicos. Pero China tenía un superávit comercial con el Reino Unido ya que no tenía gran necesidad de comprar bienes a cambio, y por tanto exigía pagos en metal (plata). Esto provocó una sostenida pérdida de reservas de metal en las arcas británicas, que los comerciantes buscaron compensar con la exportación de algún producto.
Es así que la Compañía de las Indias Orientales comenzó a enviar opio ilegalmente a China, procurando equilibrar la balanza comercial, al costo de intoxicar una parte importante de la población y degradar su estructura organizativa y su cohesión social. El resultado es bien conocido, y marca la relación de China con Occidente hasta el día de hoy. China se refiere al período que comprende las guerras del opio como “El siglo de la humillación”, provocando una decadencia de la que solo se pudo recuperar con el enfoque industrializador de Deng Xiaoping.
Todo interés mezquinamente comercial siempre contó con su teólogo. En este caso, el encargado del departamento político de La Compañía de las Indias Orientales no era ni más ni menos que John Stuart Mill. Su función principal era la de recabar inteligencia y promover los intereses de la Compañía, que en este caso necesitaba mercados para el excedente de opio que obtenía en la India.
Coincidentemente, fue durante estos fructíferos años que Stuart Mill dio forma a su pensamiento económico, el cual quedó reflejado en su libro “Sobre la libertad”, publicado en 1859. Por cierto Stuart Mill no era un “cabeza hueca”, como se refería de él Nietzsche. Muy por el contrario, era un pensador pragmático que no perdió de vista ni por un momento sus intereses y los de su empresa.
El experimento británico con la liberalización de la droga duró hasta tanto no tuvo que enfrentarse a un conflicto bélico. Es así que previo a que sus tropas entraran en combate en los frentes de la Primera Guerra Mundial, en julio de 1916, el Reino Unido incluyó la cláusula 40b en su Ley de Marco de Defensa, prohibiendo la posesión de cocaína y otras drogas pesadas, salvo para el caso de médicos y farmacéuticos. Claramente, la sanidad británica comprendía que no era aconsejable debilitar a la población permitiendo que se drogara libremente en medio de un conflicto por su propia existencia.
Recientemente se vienen congregando en el mundo opiniones de varios economistas contra el prohibicionismo. Resulta claro que el concepto de “prohibir” es antipático y constituye un pecado capital en el credo liberal. Por otra parte, el término “legalizar” resulta atractivo para un sistema que pretende imponer la idea que donde algo funciona mal, la imposición de un mercado lo va a hacer funcionar mejor. Pero este pensamiento no pasa el test de la realidad y, tratándose de un tema tan delicado, corresponde que se analice desde una perspectiva más amplia y no puramente economicista.
En un arrebato de liberalismo químicamente puro, un destacado economista defendió recientemente, en forma enfervorizada, la legalización de la cocaína
¿Por qué hay que legalizar, con argumentos liberales a ultranza, una sustancia que intoxica a la población, cuando los mismos argumentos no se aplican para desmonopolizar la captación de ahorro, el sistema de pagos y el otorgamiento de créditos? Si vamos a liberar el consumo de cocaína, de paso podemos levantar el monopolio bancario y eliminar el Banco Central.
En realidad esta discusión es estéril. Nuestro país no puede legalizar la cocaína sin que esto forme parte de una política global. Querríamos pensar que la discusión no pasa de un pasatiempo intelectual, y no constituye un intento de contribuir a la banalización de una droga que degrada a la sociedad, especialmente a la juventud que por naturaleza es más indefensa.