En las postrimerías de 1958, pasada la euforia del triunfo comenzó a invadirlo la tristeza. Permanecía ensimismado muchas horas; se irritaba con frecuencia. Había triunfado, ¿qué? Para él lo que había triunfado era la patria, el encuentro feliz de todos los orientales auténticos, veraces y dignos. Se habían terminado las décadas sombrías de los gobiernos extranjerizantes. ¡Abrir el gobierno a los criollos más capaces! ¡Nada de aparcerías! … Su empuje tropezó una y otra vez con los compartimientos estancos de los grupos y subgrupos que dividían al partido. Reclamaban su parcela, ciegos a la visión de la patria. Reparto tarifado: uno para ellos, luego otro para nosotros. No comprendían la grandiosa lucha de toda su vida. Y apareció ¡demasiado pronto! El temible interés de los “embajadores” que halagaban y seducían. Entre los seis consejeros que formábamos la mayoría nacionalista del Consejo de Gobierno crecían las disidencias. Su amargura se colmó cuando el mismo día en que por la tarde debíamos jurar ante la Asamblea, a las doce, no se había logrado formar el ministerio. Comprobó que, vencedor, no podía elegir… Comenzó a acabarse. Tremenda la desilusión. ¡Así doce semanas! …
Imposible olvidar la última consigna: “No me gusta cómo ha empezado el gobierno…Tienen que ir más a fondo. Ud. tiene una gran responsabilidad. El país está padeciendo. Si siguen así van a perder popularidad. Cuiden que no pongan impuestos a las clases necesitadas”. Y se detuvo, conmovedoramente: “Cuidado con el kerosén, cuidado con el pan, con el boleto… No deje que se engolosinen con el reparto de puestos. No hay que esperar nada de la Cámara; ahí están nuestros enemigos de siempre atrincherados. Gobiernen con el país. No descuiden el partido; si no gobiernan bien se les va a ir de las manos. No deje que se pierdan en posturas. ¡Cuidado con hacerse cipayos! ¡No aflojar! ¡Ni soviéticos ni yanquis! ¡gobiernen! ¡gobiernen! Recorran el país, conversen con la gente, no se amurallen en la casa de gobierno”. Reflexiones breves, interrumpidas por la fatiga de la agonía inminente, relámpagos en los que fulguraba el amor de toda su vida por el pueblo y por el partido, entraña de pueblo. Una y otra vez intercalaba en aquella postrera lección, el ruego apremiante: “Llévame a la quinta!”
Eduado Víctor Haedo, en “Herrera: caudillo oriental”
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